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Aquí hay dragones

Eduardo Halfon es posiblemente uno de los mejores narradores en lengua castellana de la actualidad, cuyas novelas rastrean la reconstrucción, tan real como ficticia, de los recuerdos perdidos de la infancia.

Aquí hay dragones

«Usted anda buscando a un niño ahogado.»

Hay personas que llevan consigo durante toda su vida al niño, o a la niña, que fueron un día. No son personas infantiles, aunque tal vez sí ingenuas e inocentes que, conscientes de esa debilidad, tratan de ocultarla, casi siempre con torpeza y poco éxito. Desgraciadamente no son muchas. La mayoría han olvidado al niño o a la niña que fueron, lo han ahogado, y han perdido para siempre la inocencia, como si la inocencia fuera un lastre para poder vivir en el mundo.

Si tuviéramos que definir el proyecto narrativo de Eduardo Halfon, el que engloba sus novelas: El boxeador polaco, Mañana nunca lo hablamos, Monasterio, Signor Hoffman, y esta última hasta la fecha, Duelo, nos vendría como anillo al dedo la siguiente frase de la misma: «el número áureo: esa proporción perfecta y espiral que se encuentra en las nervaduras de las hojas de un árbol, en el caparazón de un caracol, en la estructura geométrica de los cristales», y, añado yo, en el ciclo de las novelas citadas de Eduardo Halfon.

Cada una de estas novelas tiene autonomía propia, no se suceden, no se preceden, son independientes, de manera que no importa por cuál de ellas empecemos. En la memoria, la infancia no precede a la juventud ni esta a la edad adulta. En la novela tampoco. Y hasta es posible que en la vida tampoco. Los recuerdos acuden a la memoria siguiendo una extraña lógica, o sin lógica alguna. Lo mismo que los olvidos. La lógica nunca ha regido nuestra vida. La lógica casi siempre es una coartada.

En Duelo Halfon viaja a sus diez años, a Amatitlán, a su campamento de verano, a la casa de sus abuelos, a Polonia, donde su abuelo polaco pasó seis años internado en campos de concentración, visita a su abuelo libanés en Miami Beach, y persigue un fantasma, el fantasma que todos llevamos dentro, el fantasma que no nos deja vivir en paz con nosotros mismos. Halfon indaga en su memoria y comprueba que los recuerdos nunca son como los recordábamos; pero también que los recuerdos falsos no son únicamente falsos, no son sólo jugarretas de la memoria, tergiversaciones conscientes o inconscientes de la verdad, sino que son tan verdaderos como los verdaderos, y que están ahí por alguna razón, aunque esa razón la ignoremos. De manera que bien podríamos decir que Halfon no reconstruye su pasado, sino que, propiamente hablando, lo construye, busca esa razón irracional que lo oculta, no lo descubre, sino que lo describe, no lo interpreta, sino que trata de explicárselo a sí mismo, y, de paso, de explicárnoslo a nosotros, los lectores. «Si existen varias explicaciones para entender un fenómeno, hay que retenerlas todas.» Porque todas suelen ser verdad, o contener una parte de la verdad. La verdad es la suma de muchas otras verdades, grandes y pequeñas.

Eduardo Halfon (Guatemala 1971), profusamente traducido y premiado es, a mi juicio, uno de los mejores narradores en lengua castellana de la actualidad. Halfon, en sus novelas, trasciende la anécdota, el recuerdo, la mera biografía, para construir una ficción sobre la búsqueda de «su verdad suya», como le dice la curandera, que es a la vez «nuestra verdad nuestra». Los personajes que va encontrando en su peregrinaje, apenas esbozados, apenas un rasgo de su fisonomía, o de su carácter, o de su circunstancia (Robyn, la chica que juega al béisbol; don Isidoro, que tenía la sonrisa de alguien que tiende a la melancolía; Blanca, la niña de quince años embarazada; miss Pennybaker, la joven profesora que corría maratones; el enigmático tío Emile; la tía Lynda, que era como su abuelo disfrazado de mujer; doña Ermelinda, la sobadora, con sus pies de lechuza; el santo mutilado Maximón; el niño del desayuno) son personajes universales y cuesta creer que no sean reales. Soberbia la escena de la cantina, «o tal vez un salón de billar», «o tal vez un prostíbulo», en que en apenas dos páginas está concentrada, condensada, insinuada, una novela entera no escrita. Soberbio también el relato de los niños ahogados que hace doña Ermelinda.

Hay otras verdades y otros dolores más insondables, más duros, más insoportables que los nuestros. «Aquí hay dragones, pensé o tal vez susurré, viendo hacia abajo y recordando la frase de los antiguos cartógrafos que, parados en la orilla de lo desconocido, al final del mundo, dibujaban dragones en sus mapas.»

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