Poco han durado las buenas intenciones que preconizaron los talibanes cuando se hicieron con el control de Afganistán, prometiendo que no habría represalias contra la población civil y que respetarían a las mujeres y que atrás quedaban las formas y las maneras de gobernar el país en la década de los 90 cuando tras años de guerras EEUU consiguió derrotar al régimen talibán. Nada de todo esto se ha cumplido. Ya han comenzado las ejecuciones en las plazas públicas. Los cadáveres de cuatro hombres acusados presuntamente de “secuestro” colgaban desde lo alto de una grúa.  En sus manos inertes un cartón advertía al resto de ciudadanos las consecuencias de delinquir.

Las mujeres no salen a la calle por miedo a las represalias. La situación es de auténtico pánico para los que no han podido abandonar el país. Muchos afganos temen lo peor. El pánico y la desesperación  se han adueñado de las calles y  barrios destruidos de Kabul. Las libertades que imperaban antes de la llegada de los talibanes al poder han sido suspendidas y anuladas completamente. Las mujeres no pueden ir a estudiar ni a trabajar. Para salir a la calle han de vestir con el burka y acompañadas. Los talibanes buscan puerta a puerta a personas que hayan colaborado con EEUU y la OTAN.

Un alto jefe de los talibanes ha anunciado en esa fanática interpretación que hacen los fundamentalistas de la ley islámica y del Corán que vuelven los castigos como las lapidaciones y las amputaciones. Mientras hacen estas proclamas el nuevo ministro de Exteriores ha solicitado intervenir en la Asamblea General de la ONU. Es imposible reconocer a un Gobierno que practica la violencia de manera sistemática.

La comunidad internacional no puede mirar hacia otro lado en un asunto tan grave como es la vulneración de los derechos humanos y debería hacer algo más que sentarse a hablar con los talibanes.