¿Sabías que masticar hace que consumas entre un 10 y un 15 % más de energía que cuando tu mandíbula está en reposo? Así lo desvela un estudio publicado en la revista Science Advances y que analiza la importancia de la masticación en la evolución humana.

Este dato podría llevarte a pensar que, si masticas mucho, podrías adelgazar sin ningún tipo de esfuerzo, pero siento decirte que esto no es así. Y es que masticar las tres comidas que habitualmente se hacen al día y sumarle otra media hora más de comer chicle, sólo suponen gastar en torno a un 3 % de las calorías que ingerimos de media cada día. Así que masticar, en nuestro caso, no deja de ser algo anecdótico a la hora de establecer una estrategia para perder peso. Sin embargo, no lo fue para nuestros ancestros.

Por qué funciona la dieta paleolítica

Conforme avanzaban los homos y con ellos el descubrimiento de herramientas y otro avances evolutivos, las cosas fueron mejorando para los homínidos, pero no fue hasta la llegada del fuego cuando la alimentación pasó a desempeñar un papel fundamental. Y es que, hasta entonces, los homos debían esforzarse terriblemente para conseguir deglutir unos alimentos que estaban diseñados para evitar ser devorados o, al menos, para dificultar su ingesta.

Así, las plantas y raíces de las que se alimentaban presentaban duras y fuertes superficies a las que nuestros antepasados prehistóricos debían enfrentarse para romper, rasgar, masticar y tragar. Lo mismo sucedía con la carne y el pescado que lograban cazando: había que masticar esa carne cruda para que sus nutrientes pasaran al cuerpo del homínido y éste pudiese alimentarse y sobrevivir.

Evidentemente, en esas situaciones el homo debía realizar un gasto calórico superior al actual cuando masticaba, ya que tenía que lidiar con productos duros y difíciles de despedazar con los dientes. Por eso, masticar para ellos sí suponía un ejercicio casi casi de adelgazamiento o, por lo menos, de reducción de calorías.

El motivo por el que nuestros ancestros debían masticar con mucho esfuerzo. Pexels/Gratisography

Sin embargo, tras el descubrimiento del fuego y su empleo para cocinar, la cosa cambió. Las hortalizas o verduras ya no eran tan duras como antes, la carne ya era más tierna y sabrosa... y las mandíbulas de los homínidos cambiaron para siempre.

Al no necesitar tanta energía para deglutir los alimentos, la Naturaleza trasladó ese esfuerzo evolutivo a otras partes del cuerpo: se lo llevó de la mandíbula, que se redujo y se suavizó notablemente, a la capacidad craneal, la espalda o las extremidades, entre otras zonas. Eso permitió que el homo sapiens sapiens fuese como es ahora: más alto y con facciones menos simiescas que sus antecesores, incluso su más inmediato predecesor, el homo sapiens neanderthalensis, que contaba con menos talla y mayor protuberancia supraorbital que el ser humano actual.