Soy una señora mayor, anciana para muchos. El pasado jueves 8 de marzo me uní a todas las mujeres del mundo que reivindicaron mejoras para su situación laboral y social, discriminadas respecto a los varones. Al mismo tiempo, quiero salir al paso de una mentira que, por tanto repetirla, algunas personas se la creen.

Decir que Jesús estaba en contra de la mujer o que la Iglesia es misógina indica un profundo desconocimiento de la realidad. Hace dos mil años, por poner un ejemplo, resultaba impensable y escandaloso que un rabí judío admitiera a mujeres como discípulas. Las costumbres judías de aquella época prohibían hablar en público con una mujer, y, ¡no digamos! con una prostituta, como era la mujer samaritana que aparece en el Evangelio, que, además, era extranjera e idólatra, para la mentalidad judía. ¿Qué ocurría a la mujer sorprendida en adulterio? Lo sabemos: era lapidada. ¿Qué hace Jesús? La perdona y, de paso, deja en entredicho a sus acusadores, todos ellos varones.

Y sobre el papel de la mujer en la Iglesia, me pregunto: ¿quién se ha leído la encíclica Mulieris dignitatem de san Juan Pablo II? Yo no me he sentido nunca ni menospreciada ni apartada en la Iglesia. Algunas mujeres suspiran por ser sacerdotisas. Si le preguntáramos a los sacerdotes y al mismo papa Francisco, quizás también a ellos les gustaría que hubiera mujeres ordenadas y así, disponer de más manos para consagrar y distribuir los sacramentos. Pero eso, como dejó bien claro san Juan Pablo II de una vez para siempre y como asunto zanjado, iría en contra de la manifiesta voluntad de Jesús: admitiendo mujeres entre sus discípulos, en cambio, solo eligió varones como apóstoles y ministros suyos. No soy yo quien va a pedir cuentas a Jesucristo por esta cuestión; él siempre sabe más. A quien no le guste esto, puede dejar la Iglesia tranquilamente; nadie le obliga a quedarse. María Rosa Mañá. València.