Cuando uno va en el metro y descubre a alguien con dificultades para sostenerse en pie, hay dos maneras de ofrecerle el asiento: haciéndole creer que te está haciendo un favor si lo acepta... porque te ve deseoso de hacer algo bueno. O, por el contrario, ofrecerse deseando que sea rechazado (porque estás cansado, porque te quedan dos paradas o, incluso, es motivo para criticar a quienes se lucran con un servicio público tan deficiente en el número de asientos). Lleno de razones, pero ahí te quedas... sentadico en tu asiento.

Al hablar de la eutanasia pasa algo parecido. Están los que se preguntan qué echa de menos quien prefiere no seguir con nosotros. Si es posible que no encuentre disposiciones reales de ayuda (ni alivio, ni consuelo, ni medicina paliativa, ni analgésicos...). O, por el contrario, aquella gente que no está dispuesta a complicarse y justifica su indecencia con argumentos de solidaridad. Aquellos que hablan de muerte digna cuando la auténtica dignidad de una persona en los últimos instantes de la vida, lo que reclama es cuidado y cariño digno y digna inversión económica.

Deberíamos plantearnos si estamos dispuestos a involucrarnos ante los problemas a los que se enfrentan los enfermos terminales o crónicos... estar dispuestos a perder el asiento. Y no dejar al enfermo y los familiares con su problema. No ser tan compasivos desde la distancia ni desear que elijan bajarse del metro porque vemos que no hay asientos para todos o porque pensamos que ir de pie no es manera digna de viajar en el metro. Víctor Taberner i Andreu. Alaquàs.