En el fútbol no se merece, se es. Y ayer en El Madrigal los merecimientos jugaron al escondite de modo caprichoso y cruel. El Sporting, que se había pasado el partido reuniendo argumentos para el lamento, sin darse cuenta que ninguno vale tanto al cabo como lo que sucede en las áreas, lo que atiende al portero o a la puntería, braceó hasta el empate a última hora, de la forma más inverosímil. Estaba con nueve, en franca inferioridad, y colgó un balón desesperado a la espalda de los centrales. Gonzalo falló el despeje, pero no tocó al atacante visitante, que se dejó caer. El árbitro picó y de penalti Diego Castro marcó el uno y a uno y castigó al Villarreal, que marcó en su primer remate a puerta y se conformó con eso, dejando abierto un resquicio por el que se coló, para unos, la justicia, por lo ocurrido anteriormente, y para otros, la injusticia, por la inexistencia de la pena máxima decretada.

Sea como fuere, el Villarreal extravió en el descuento un triunfo que se adivinaba capital para los intereses de Champions. Tras el empate maneja una ventaja de ocho puntos respecto al quinto, el Espanyol, a expensas del partido de hoy del Athletic, y se sitúa a tres del Valencia, que tropezó con estrépito el sábado. Y si nos recreamos en los números es porque ahí arrancó y terminó el interés de la jornada. Sumar, en ejercicio de pragmatismo, echar cuentas, y restar una jornada en la recta final de un campeonato que se le está haciendo muy largo al cuadro amarillo. No en vano, sólo ha sido capaz de ganar uno de los últimos siete partidos de Liga.

Brillantez hubo poca, pero la victoria era un tesoro, sobre todo teniendo en cuenta la exigencia del calendario que viene. El juego fue espeso, y los locales claudicaron colectivamente ante el planteamiento del Sporting. Y es que, con el pasar de los meses, hace tiempo que todos saben cómo provocar problemas a los de Garrido, que echan de menos la frescura, la precisión y la creatividad que amenizaba antaño sus bailes de posesión.

El Sporting nubló la salida de pelota local, y el resto de obstáculos fueron simple consecuencia. Atascada la turbina, no le quedó más remedio al Villarreal que el desplazamiento en largo, con la ventaja para los centrales rojiblancos, Iván Hernández y Botía. Si se superó esa primera línea, se hizo con la jugada ya sucia, y los vagones descarrilados. En la recuperación, además, se robó casi siempre en campo propio, sin apenas posibilidad de contra. El Sporting fue a encimar al Villarreal, tapó los pasillos interiores, le discutió la pelota y se esforzó en terminar los ataques. Pero, sin pólvora, no pasó de las molestias propias de las cosquillas.

Por contra, el Villarreal no necesitó ni una ocasión clara para adelantarse. Sólo una vez enganchó Cani entre líneas para filtrar un pase que Nilmar, escorado, envió fuera. El gol fue otra cosa. Más simple. El Villarreal provocó una falta lejana, de ésas que en los tiempos de espectáculo y purezas de estilo no se colgaban. Pero anoche mandaba la prosa, sin espacio para versos, y la falta se colgó al segundo palo, finalizando en la esquina. A continuación, el córner lo buscó Cuéllar, el portero visitante, que no acertó a atraparlo y rubricó una pifia imperdonable. La pelota le cayó a Rossi, que sigue iluminado, y embocó el remate, oportunista.

El gol de Rossi, a la media hora, no cambió en exceso el discurrir del partido. El Sporting siguió su eterno merodeo, pisando área, mellado, y el Villarreal se dejó mecer en aparente tranquilidad, cada vez más perfilado para el zarpazo a la contra, que no se produjo. Garrido acentuó los roles sentando a Cani y añadiendo a Wakaso. Al poco, Cuéllar completó su noche aciaga con una lesión muscular, y José Ángel fue expulsado por protestar.

En superioridad, el Villarreal tampoco finiquitó el compromiso. Acaparó la pelota, libre de presiones ajenas, y naufragó a la hora de cambiar el ritmo de la jugada, empapado del anodino ambiente general. Wakaso caló dos balones, pero al menos pareció con ganas de saltarse el guión, y Barral dio el gran susto cuando se plantó ante Diego López. El portero se hizo grande, y la portería pequeña. El chut de Barral se topó con la madera.

Garrido se giró de nuevo hacia el banquillo y repitió estrategia. Se fue un delantero, Nilmar, y entró un centrocampista, Matilla. Y se fue un centrocampista, Cazorla, y entró un defensa, Catalá.

El Sporting, inmerso en la pelea por evitar el descenso, parecía muerto. Despertaba incluso ternura, y algo similar a la misericordia. No había dado una mala patada pero se había quedado con nueve tras el derribo de Sastre a Rossi cuando el italiano se marchaba solo. Además, había regalado un gol y parecía incapaz de aprovechar las suyas. Le habían tocado la cara, en un manotazo estúpido de Musacchio que pudo costar caro, y se iba de vacío, maldiciendo su suerte, harto de llamar a todas las puertas y que no se abriese ninguna. Harto de merecer, y no ser, hasta el invento del penalti, que Diego Castro ejecutó con maestría, picando la bola mientras Diego se vencía a un lado. Y entonces, voluble, la crueldad cambió de bando.