Estuve en Castalia este pasado domingo de resurrección futbolística para una ciudad que no ocupaba, por ninguno de sus parámetros, la categoría competitiva que los despachos le adjudicaron. Tampoco la Segunda B se ofrece ante los ojos de los aficionados más pertinaces como el puerto definitivo y la aspiración de la Segunda A y el onanismo de la Primera siguen protagonizando las conversaciones cuando se encrespan las cervezas y los sueños se montan a caballo de bandejas, cajas de herramientas, furgonetas, pizarras y mostradores.

Aunque mis encontronazos con el fútbol se han espaciado hasta la mera degustación televisiva, rara vez más allá de los 90 minutos largos del propio partido, a pesar de mi escaso compromiso emocional con el CD Castellón motivado por el padecimiento del síndrome de los hombres sin patria, el azar de la amistad quiso acercarme al estadio y pude comprobar, y complacerme, sin narradores que pervirtieran las esencias, con la atmósfera que impregnaba la volumetría física y espiritual de un Castalia coquetón.

Ser aficionado, forofo de un club compuesto por jugadores mayoritariamente desafectos más allá de lo coyuntural a la sede geográfica en la que prestan servicio, no deja de ser una paradoja que solo se sostiene como una exacerbación del sentimiento de pertenencia a una misma tribu, pueblo, herencia, afectos, a una idiosincrasia en defiitiva que no pocos llevan a un extremo exento de cualquier racionalidad. Ser del Castellón para los castellonenses despierta las mismas actitudes, reacciones y visceralidad que el amor al Betis de media Sevilla o la idolatría hacia el Olympique de Marsella de cientos de miles de marselleses y marsellesas.

Debo confesar que, aunque mis preferencias estaban aliadas con el objetivo del CD Castellón, no me hubiera desenfocado los lagrimales su derrota. Uno no escoge a sus emociones, más bien ocurre al contrario y las lágrimas advienen ante esa conjunción de esencias, lecturas, sensibilidades, tenencias y usufructos que conforman la personalidad y entre la mía no está la de emocionarme de más ni con el fútbol ni en consecuencia con el equipo de mi ciudad porque el deporte de los deportes dista muchas emociones-luz de llevar a mis ojos a los límites de lo salino, el fútbol no.

Pero pese a que lo manifestado pueda hacerme parecer glacial, me conforta ver a la gente feliz, aunque sea mediante la proyección de sus penalidades (o no) en el equipo estandarte de una ciudad que como demasiadas, desde la irracionalidad conjunta que provoca el fútbol, cree tener la mejor afición del mundo, percepción que sucede de igual modo en los hinchas del Legia de Varsovia, en los aficionados del Cádiz y los supporters del Liverpool cuando entonan con una musicalidad coral sobrecogedora ,el Never Walk Alone. A los argentinos ni los mentamos, su devoción futbolística rivaliza con el fanatismo religioso más escorado a la locura.

El partido resultó mediocre en lo deportivo. Desconozco, por mi nula jurisprudencia en asistencia a partidos de esta categoría, si estuvo en la línea habitual de la temporada o si la presión de jarrilleros y castellonenses hizo que se resintiera lo plástico. Sin embargo, lo ambiental, lo escenográfico, los prolegómenos, los desfiles previos de peñas compensaron con creces cualquier carencia y un magnetismo de campo grande, de evento jondo sobrevolaba los rostros, extáticos en su mayoría, que me rodeaban.

Tras de mí un niño; tres, a lo sumo cuatro años, ataviado con la albinegra, de pie durante la práctica totalidad del encuentro, celebrando los ays, lamentando los uys, preguntándole a un padre entendido y equilibrado de pasión, sobre los aspectos del juego que no acababa de entender, incluso increpando al árbitro con maneras inocentes, sin traspasar la membrana de lo hiriente, comportamiento que agradecí al progenitor mentalmente y que no se producía de igual modo en otros especímenes circundantes de barbas muy canas y carnes muy fofas. Incluso un asomo de lagrimillas le vino al niño en un par de momentos de duda para eclosionar en una histeria de felicidad, sin sentido alguno del ridículo cuando todavía no sé muy bien quién, marcó el gol que a la postre elevaría al Castellón a la categoría superior.

Solo por apreciar sin intermediarios el asombro feliz de ese niño, ya di por buena la asistencia, el triunfo y una sobredosis de pasión masificada que no suele motivarme porque entiendo, por formar parte de la propia masa, cómo se la conduce cuando la zarandean sin que se aperciba, como el individuo queda sometido por el conjunto, cómo desaparece lo reflexivo para que impere lo emotivo, cómo se esfuma el rigor para dejar paso a la consigna, a la repetición mimética de ideas de nadie y de todos. No me atrae la masa cuando se viste de intransigente y toma las calles convertida en especialista de la demagogia que los políticos, verdaderos beneficiarios de la vorágine, instrumentalizan en su propio beneficio.

Después de entrechocar mi mano con la del niño, aplaudí convincente al término del encuentro al tiempo que una peregrinación de invasores tomaba posesión de un césped en un estallido de gloria y ansia acumulada.

Y al poco, con el campo preñado de individuos franjibarrados de negro y blanco, sonando de fondo el Nessum Dorma interpretado por un Pavarotti ahogado por el estrépito humano, para mi estupor de neófito en albinegrez, en el centro de los dominios de lo verde comienzan a hostiarse lo que parecen dos facciones que acabaré enterado que se alinean con un fascismo español de bandera y brazo en alto al que abomino la una, y la otra con un radicalismo izquierdísimo que no representa mi progresismo pacifista. Carreras de los presentes, padres retirando apresurados a sus hijos, vergüenza propia y ajena por compartir especie con esos sujetos que promovieron llantos en otros niños, solo que en esta ocasión los provocaba un miedo irreconocible al no entender el motivo de la ignición agresiva. Una docena de antidisturbios se hicieron con el orden y montaron guardia en el gol decorado por banderas españolísimas.

Por razones como las descritas no acudo al fútbol, porque aborrezco dejarme llevar por los vaivenes de las mayorías, pero en particular porque si un colectivo, incluso una ciudad que presume de tener la mejor afición del universo no es capaz de atajar el guerracivilismo deportivo entre sus propios hooligans, prefiero el snooker, el ciclismo o la lectura, aunque ni deportistas ni escritores representen a mi ciudad. Y no me pareció, por lo poblados que estaban ambos goles, que los agitadores fueran tan minoritarios como los aluden las justificaciones.

En cualquiera de los casos, celebro que tu equipo haya mejorado su estatus en el escalafón de clubs, chaval de tres años. Cuando crezcas guardarás el recuerdo de cuando tu padre te depositó sobre el césped de Castalia para que pudieras alucinar como mereces.