De ordinario, la mentira ajena, a diferencia de la propia, se ha consentido en la medida del grado de simpatía o empatía hacía el emisor. Pero cuando se enfatiza en la mentira, cuando se saca pecho con ella, cuando además se pretenden acentuar las mentiras del prójimo en detrimento de las propias para minimizarlas, es cuando el desprecio, el mío en este caso, se acompaña del estupor ante la percepción de que el mentiroso asimila mi inteligencia y mi capacidad de comprensión con la de un sapo, incluso con la de algunos senadores.

El último episodio de mentiras impúdicas lo está todavía protagonizando Carmen Montón, ahora ministra de profesión y residente en un sinvivir porque con lo que cuesta llegar a esa dignidad civil y con la ferocidad con la que se empleó el aparato gubernamental cuando Casado nos obsequió con un paseo por el alambre de la perplejidad resbaladiza con justificaciones y magias académicas tan inverosímiles como su ideología recalcitrante, su cartera ha empezado a presentar unos costurones provocados por las dentelladas de una opinión pública que le va a comer la moral, la reputación y el ministerio.

Se han acostumbrado los políticos a mentirnos y a no cotizar por ello, a defraudarnos sin sanción, a reiterarse en el fraude verbal con un regodeo detallado que hacen pasar por sesudez, a declarar vacío y torcido, a decirse y desdecirse y a justificarse puerilmente, retorciendo el lenguaje del "nodijediego". Un corporativismo falsario impregna la clase política española (por no cruzar los pasos pirenaicos) sin que repercuta demasiado en el cómputo de votos.

Sabe la ministra que está jodida, que el pus no cesará de manar de sus lagrimales del pasado porque millones de dedos mancomunados la van a seguir hurgando en el costado de su descrédito; es consciente también que por muchas huidas verbales hacia adelante que practique ante el espejo para reproducirlas ante micros y cámaras, no conseguirá la inmunidad de la fe pública en su buena, por desconocedora (toso ejems para ilustrar) praxis académica, ni siquiera la de sus correligionarios de gobierno y de militancia.

Pese a su ridículo declarativo, Montón ya debe haber entendido que Público la ha cazado (y no es un juego de palabras) y que la izquierda ejemplarizante que acabó en menos de una creación bíblica con Màxim Huerta, está solicitando su genuflexión, su mutis, su salida del escenario con un típico "me voy con la conciencia tranquila" propio y un "qué excelente su gestión pese a lo breve", del encargado de laudarla, tan simplonas ambas fórmulas, tan idiotas, tan de nuevo mentirosas. El presidente me respalda, replica Carmen con la voz mordida por su incredulidad.

Las argumentaciones simplistas para contrarrestar la presión resultan algo más que descorazonadoras para el oyente o lector que entiende que la mercería que montó Álvarez Conde en su universidad de cabecera acogía por igual a ambiciosos falsarios de la derecha que de la izquierda, que el favoritismo académico, tras múltiples indicios, pruebas y testimonios debiera bastar para, primero, inhabilitar y deportar a algún intramuros al cortijero universitario y después descabezar a sus víctimas, conscientes no obstante, de que la laxitud para con ellos no se correspondía con la exigencia para quienes no contaban con hemiciclos bajo sus pies.

Sí, Montón, sí, pese a tu énfasis actoral y duplicado de que no todos sois iguales, tus hechos y tus prácticas contradicen tus manifestaciones acifuentadas. También ella se descosió de labios reivindicando su inocencia, a pesar de lo abrumador de las pruebas en contra de su versión, se mantuvo en la firmeza de su absurdo hasta que la crueldad del directo apresó su cleptomanía. Si no hubiera sido por su inclinación a lo facial, todavía estaría dando la cara, como gustaba de sermonear, y vitoreada por los suyos.

Turba no solo esa exclusividad en el trato en el asunto de los máster, sino el que todos los ilustres que han defendido su pretendida honorabilidad con "miramira", pero no "tocatoca" cuando han mostrado las tapas de sus TFM en la distancia ante unos periodistas ávidos por siquiera hojear, no hayan sido despreciados, lapidados metafóricamente por la totalidad de una sociedad, no importa el color de las ideas de los abatidos por las investigaciones (más celosas las periodísticas que las judiciales), para erradicar, sumarísimamente, estos comportamientos fraudulentos de quien decide y legisla (exhibiendo las propias leyes que promulgan como divinas) por nosotros, cuando menos por mí.

No solo miente Montón. Mintió Casado con alevosía para sustanciar su condición de superhéroe de los temarios y sigue ocupando portadas y abofeteando mi ecuanimidad cuando lo visualizo pontificar severidades para quienes no son como él.

Miente Sánchez, a diario, horaria, finalistamente, para sustentarse sobre la fragilidad parlamentaria que inestabiliza su Moncloa, con lo merecido que cree que se la tiene. Viene y va, o viene y viene, atrapado en su personaje de pastor de modulación grave, queriendo suturarse mientras se expone a nuevos filos, pretendiendo descubrir quién quiere ser o no ser. Su prédica se ha convertido en urticante y el vocal es el único temple que le aprecio. Sánchez sigue siendo como era, errático, inseguro, apto para oponerse pero no para autorizar.

Miente Margarita Robles cuando recomienda tranquilidad a unos navantios que ya incendian los neumáticos del porsiacaso, sobrepasada en el cargo por esa inepcia en Defensa que, no obstante, no le impidió ser nombrada ministra por el prurito de su líder de presumir de tener un Gobierno feminista porque sí, forzando la paridad para sobrepasar su propia estupendez y estupendeza, como gusta fatigar el socialista.

Mienten españolistas e independentistas, portavoces y monarcas, climatólogos y economistas, papas y Serena Williams y, ante el juez, la horda de Ratos y Griñanes que saquearon esta patria de bandera disyuntiva. Miente Trump como hábito, instalado en su propio universo paralelo donde la realidad se antoja una utopía. Mienten los insufribles comentaristas deportivos cuando se atavían con la bandera española y nada más bajo la piel, siquiera bóxer, cuando califican de paradón español del españolísimo De Gea el hecho de que el balón se estrellara en su rodilla desplegada ante la vulgaridad del disparo del inglés, pero no solo mienten, sino que me predisponen a fusilarlos, no distingo si figuradamente, cuando he visto, incluso ralentizado, lo mismo que ellos, los mismos que lo denostaban cuando sus deposiciones mundialistas y que ahora lo magnifican. ¿Creen acaso que mi idiotez es comparable a la suya?

Es por esa procesión de mentiras, convertidas ya en costumbrismo, en particular las que irrumpen de las bocas mendaces de quienes dicen o creen representarme, que esta democracia representativa, y sé que me redundo, se revela como un concilio sostenido de impotencia para los representados que no disponemos de mucho más que la rabieta infructuosa para enviarlos al carajo, como escribiría un mexicano.

Sigan mintiéndome, mi acidez es tan inagotable como mi repugnancia. Véngase por acá Pepe Mújica, se lo pido de vez en cuando.