Desde que se prohibió la modalidad de caza del parany, inclusive en su variedad más «científica» (sic), los árboles que se habilitaban para las capturas nocturnas han comenzado a perder su característico perfil de bonsái gigante. La semana pasada, sin ir más lejos, cuando faltaban escasos días para la «oberta» (el tiempo sin veda cinegética), pasamos junto a la encina-trampa que asoma contra el barranco que circunda el perímetro vallado del Aeroport de Castelló.

La imagen invitaba a la melancolía. El monumento vegetal, ya sin su función de pista de aterrizaje para los zorzales, se veía ahora desmochado como si una plaga de langosta se hubiera cebado con su fronda. Los naturalistas aseguran que las aves de paso, además de caer en las cazuelas de los pobladores de estas planas interiores del Maestrat, históricamente han servido para mejorar las especies botánicas. Así, los bombardeos perpetrados por los tordos, a base de lanzar los huesos de las acebuchinas autóctonas que picotean, permitieron la mutación del improductivo acebuche en olivos de generosas cosechas de aceitunas y aceite virgen.

En esta modalidad, el cazador pasivo imitaba, silbando o valiéndose de una ensa, el canto de las hembras en celo para atraer a los machos voladores. Más tarde, sin estos reclamos bucales, los gorjeos se sustituyeron por cintas de cassette. Ahora, con la prohibición definitiva, se ha acabado con las capturas indiscriminadas, pero también se ha puesto fin al ritual que adornaba el engaño cinegética: la liturgia de las cenas, la juerga intempestiva y el pellizco que remataba los pájaros. Los paranyeros, sin más selectividad que la que les propiciaba el cielo, lo mismo cogían una gallina boba que una merla.

En relación a otras capturas estériles, esta jota resulta muy ilustrativa: «Una agüela dels Ibarsos/ i una altra de més amunt,/ van moure una gran rinya/ per traure un niu de poputs./ Una agüela dels Ibarsos,/i una altra del Portell, /van moure una gran rinya,/ per traure un niu d´estornells»...

Sin movernos de esa localidad de Els Ports donde las viejas de la copla reñían por nada, nos viene a la memoria una historia que también está relacionada con la caza, pero no la del paranyero, sino la del trampero que contaba con un animal como aliado. Nos referimos al huronero que hacía servir al mustélido como espantajo de los conejos. El suceso le ocurrió a un hombre que acudió al Portell interesado en agenciarse uno. En la taberna del pueblo, los parroquianos, con mala idea, lo enviaron a visitar la casa del vecino al que apodaban «Tio Fura» y que tenía seis hijas solteras, «les Fures». El interesado en la compra llamó a su puerta y le interrogó: «¿Vosté té fures per a

vendre?». Por poco acabó

como el cazador

cazado.