Aunque parezca que somos, el género humano, una plaga; aunque la proliferación nos haya llevado a sumar siete mil quinientos millones de ejemplares y subiendo, solo un uno por ciento de la superficie del planeta está habitado. El dato no es un error, aunque los más aristotélicos puedan cuestionarse, de entrada, sin meditar, la veracidad del porcentaje. El 71 por ciento de la Tierra se lo adueñan los océanos, los mares y los lagos, y el 29 por ciento restante lo constituyen las tierras emergidas. Si añadimos que el 80 por ciento de la población se concentra en espacios relativamente exiguos de la franja litoral y prelitoral y el 20 por ciento restante en un interior selectivo de países, ese uno por ciento ya comienza a parecer plausible.

Pese a la rala ocupación, seguimos imperando como la especie dominante, a civilizaciones luz de la siguiente; seguimos preponderando sobre las restantes, acomodándolas en nuestro propio beneficio, utilizándolas para alimentarnos, vestirnos, curarnos, decorarnos, confortarnos, navegar y una retahíla de infinitivos que dan al bienestar, pero seguimos siendo frágiles, expuestos a tragedias, a perturbaciones y taras de los nuestros y, sobremanera, a la ira de una naturaleza que no ha tenido a bien mostrar su poderío omnímodo en el breve espacio de tiempo transcurrido desde que la prehistoria dejó de serlo y que la historia tomara su relevo constatable. Gracias a su tregua prosperamos.

Puedo ser tan conservacionista como el que más, o casi, pero aborrezco el catastrofismo con el que se nos asaetea desde todos los vórtices que giran en torno al reduccionismo humano de vivir ochenta simples años y en base a esa brevedad cronológica, creer que el tiempo que nos ha correspondido vivir es el más trascendental de la historia de la humanidad, el más evolutivo, el más determinante para el futuro de la tierra y sus terrícolas.

He viajado al Himalaya, he transitado durante tres semanas por su grandiosidad lítica hasta acceder, a pie, a uno de sus múltiples corazones, hasta el pie de un ochomil esquivo llamado Manaslu, y me he sentido mínimo, irrelevante, conocedor de la insignificancia última del sapiens frente a una tectónica capaz de erigir múltiples pliegues de más de ocho kilómetros de elevación a lo largo de los más de 2.600 kilómetros de longitud y casi 400 de anchura que ocupa aquel maremágnum de piedra.

Si hubo un tiempo en que las fuerzas intestinas de la Tierra propiciaron, no solo una cordillera de la envergadura del Himalaya, sino los Andes, los Alpes, el Cáucaso, incluso los Pirineos, ¿qué oposición puede proponer el hombre cuando al planeta se le hinchen las placas y decida tomar el mando del progreso?

Solo se ha necesitado de apenas dos, a o sumo tres décadas para que Pripiat, la ciudad más cercana a la zona cero de Chernobil, haya sido colonizada por los bosques y por mamíferos de gran tamaño, pese a que, en su momento, los catastrofistas manifestaron que se tardarían siglos, milenios, eternidades en recuperar el orden ecológico anterior. Del mismo modo que cuando se visiona el estado final de ciudades como Dresde, Varsovia, Berlín, incluso algunas zonas de Londres al término de la Segunda Guerra mundial y se comparan con la excelencia visual que ofrecen desde hace más de cincuenta años, se advierte que el poder de reconstrucción es más solvente incluso que el de destrucción, natural y humano.

Se desprende lo anterior que cuando una niña sueca moviliza a buena parte de la comunidad escolar, y adulta, occidental para alertar, una vez más y van miles desde que el hombre cobrase uso de razón medioambiental, que nos hallamos ante el punto de no retorno, ahora sí; que si no tomamos medidas urgentes nos vamos al mismo carajo de todos las alarmas anteriores, no puedo sino sonreír sin dejar de reconocer que cualquier medida que contribuya a reclorofilizar una corteza terrestre que, paradójicamente y pese al incremento del CO2 (o gracias a él) está incrementando su biomasa año tras año, es no solo bienvenida sino deseable, pero sin dramas, sin milenarismos, sin necesidad de que miles de prebostes galácticos con intenciones pacificadoras que acaban generando tráfico de emisiones y beneficios económicos para lobbys y países espabilados (exclúyase España de este reparto) se reúnan en Kyoto, en Copenhague, en París, en hoteles o auditorios cinco estrellas tras haber aterrizado sus aviones que, jugando a demagogos, eyectaron a la troposfera el mismo CO2 que un millón de familias evitaría mediante buenas prácticas ambientales durante diez años. Un circo, un continuum propagandístico destinado a concienciar a los más escuálidos de la cadena trófica de la economía: el pueblo llano.

Sin embargo, no puede omitirse que Europa ha hecho por la salubridad atmosférica mucho más que cualquier otra área del planeta, gracias a lo estricto de sus directivas en materia de emisiones industriales, control de vertidos y restricciones circulatorias. Cada época requiere de actuaciones específicas en función de los conflictos que plantea el grado evolutivo del planeta y de sus más insignes ocupantes, pero sin necesidad de menciones al apocalipsis de cada ballena muerta, sin necesidad de aterrorizar al individuo, siempre a merced de las coyunturas económicas que sustentan a las élites.

Es en virtud de esa supremacía que le atribuyo a las fuerzas agazapadas de la Tierra, cuando inevitablemente, aunque consuma informativos de manera casual y no sostenida, ni menos proactiva, ya no; no puedo evitar sonrojarme cuando leo o escucho los narcisismos plenipotenciarios de estos lideruchos políticos nuestros que juegan a mesías y nos obligan a votar a las huestes a ellos debidas alardeando de democracia, de igualdad y de nuestra potestad para escoger. ¿Es ese dirigismo unipersonal de las listas, democracia?

Habla Rivera de ser el presidente de todos los españoles, rojos y azules, de promover el diálogo, él, que en su condición de veleta identitario ha excluido de potenciales pactos a independentistas, socialistas, podemitas y otros aleluyeros de lo que él tacha como intolerancia, que no es sino la suya. Alude el beatífico de Sánchez a la concordia tras depurar, en su particular lista de noche de cristales rotos, a todos quienes no le han lamido la testosterona día tras día. Apela Casado a la unidad de España desde el belicismo, desde la limpieza ideológica practicada hacia quienes, incluso dentro de su propio partido, no son tan españolazos como él. Sobre el fascismo indisimulado de ESO, no me voy a permitir dedicarle más de una línea ambigua: esta.

Urticante la necedad de nuestros políticos que debieran viajar al Himalaya antes de iniciar cualquier campaña para dejarse allí esa parte del egocentrismo que me asquea, incluso podrían no volver y meditar el resto de su vida sobre la imperiosidad de redefinir la convivencia, sobre la conveniencia de no adorar becerros de oro de patrias infinitas que acabarán subsumidas en el ridículo cuando la orogenia despliegue mínimamente sus efectivos erosivos.

Por esa militancia en la tectónica de placas, me seguiré negando a creer en otras patrias que las que yo me fabrico con lo mío y con los míos.