Nos habían dicho que era una final, mentira. Las finales se ganan y se celebran, sacamos la rúa a la calle y ahogamos en alcohol el sufrimiento de las jornadas previas, abrimos el balcón del ayuntamiento y nos dejamos hacer fotos con los oportunistas de siempre. Nada de eso se ha producido, ergo no era una final. En puridad el partido del domingo pasado sólo era una eliminatoria más, amén de la oportunidad para recuperar titulares de prensa rancios y horteras jugando con un recurrente paralelismo con la Semana Santa que ya hastía. El fútbol es un mundo de tópicos, ya se sabe, y de no haber ganado la peor penitencia habría llegado en forma de solemnes calvarios. Ahora, la resurrección del equipo nos parece hasta graciosa, por poco original supongo.

Salvado este examen, nos aprestamos al siguiente, y así sucesivamente hasta que la incorruptible matemática nos lleve a esa final, a la de verdad, y nos declare salvados. Por la campana, pero aprobados. Y visto lo visto, después de 217 días hundidos en la miseria, no sé si sería un milagro, pero se le parece.

Podría dejar para los especialistas de lo arcano el discernir qué diferencia hay entre el equipo que ganó el domingo y el que se estrelló de bruces contra sus limitaciones los días del Mestalla, el Teruel, el Hércules y tantos más, que nos postraban en la UCI a la espera de la desconexión antes de agotar el calendario. Pero tengo para mí que no existe otra diferencia que los marcadores.

Lo repito por enésima vez, a sabiendas de que ahora son legión quienes se subirán al carro de la ilusión, y bienvenidos sean. Los únicos que pueden sacarnos de este atolladero son los jugadores, y son igual de malos que siempre. Así que animémosles, ahora ya con una diferencia sustancial que puede resultar vital para nuestras aspiraciones. Con todo lo mal que se ha planificado la temporada, habrá que convenir que nunca se confeccionó la plantilla para sufrir la asfixiante presión actual. Esperemos que con el respiro concedido tras el último y agónico triunfo se suelte lastre anímico.

Tan notable es el cambio en el panorama, que merece la pena esperar para plantear otras quisicosas que nos han dejado los últimos movimientos en el seno del club, y que, de pasada, no me resisto a enumerar, a la espera de análisis más sesudos cuando corresponda.

Digo de cómo quedará Vicente Montesinos tras la espantada de sus otrora socios Ángel Dealbert y Pablo Hernández; ítem más, si la marcha de estos ha obligado a recuperar al nocivo Juan Guerrero, o si en verdad nunca se fue, dado que se sabe que fue él quien intentó el fichaje del mismo Javi Zarzo que no ha tanto había repudiado, y que ahora, en tanto que director deportivo, negocia la renovación de Pablo Roig, quien ha pasado de ser una joya de la cantera pretendida por el Valencia -entre otros-, a ocupar plaza en el banquillo curiosamente desde que aplazara las conversaciones con nuestro nunca lo suficientemente vigilado Guerrero, abriendo otro misterio para ese futuro inmediato pendiente de resolver.

Y para entonces, quiero pensar que con la tranquilidad de la permanencia asegurada y sin el calentón de verse ninguneados por el dueño, confío que Dealbert o Pablo, o los dos, o cualquiera que se les una en el adiós, serán capaces de aclarar lo que no explicaron en dos años, osease, por qué demonios no se ha unido el club a las demandas abiertas contra Castellnou y David Cruz. No sé yo si no serán demasiados enigmas pendientes.