­Probablemente Stalin dormía plácidamente en sus aposentos de Moscú ajeno a la revolución que un grupo de anarquistas perpetraba a unos 4.095 kilómetros de distancia en un pequeño rincón de la entonces España republicana. Eran las tres y media de la madrugada del 26 de enero de 1932 cuando unos forasteros, según la prensa de la época, instauraron en la localidad de Sollana la república soviética.

Tan cómico como real. El municipio se sumaba así a Rusia, Bielorrusia, Transcaucasia y Ucrania que el 28 de diciembre de 1922, una década antes, habían acordado la formación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Sollana era, pues, el quinto «Estado» de la unión. Adquirió esta condición adhiriéndose al bloque comunista mucho antes que otros países socialistas. Pero al margen de consideraciones más o menos irónicas, no fue un suceso de calado menor. Los acontecimientos se saldaron con tres heridos de bala. Un escándalo que trascendió a la actualidad nacional y que recogen muchos libros de historia.

Todo empezó al anochecer del lunes 25. Según la prensa del miércoles siguiente, se advirtió la presencia de grupúsculos anarquistas que repartían propaganda por los sindicatos obreros y otros centros de reunión. Alrededor de las tres y media numerosos disparos en distintas direcciones despertaron al vecindario.

Varios sollaneros salieron a la calle para ver qué pasaba y al advertir la presencia de los revoltosos volvieron a encerrarse en sus domicilios, temerosos de lo que ocurría. Sobre esa misma hora, testigos presenciales aseguraron que los exaltados se dirigieron a la casa parroquial. Allí llamaron a la puerta con el fin de solicitar al cura, don Pascual Ortiz, que acudiera a dar la extremaunción a un moribundo, aunque todo indica que su verdadera intención era sacarlo a la calle y hacerlo preso.

Éste no cayó en la trampa y logró librarse de las ansias de venganza que encendían a los revolucionarios, aunque solo por el momento. Seguidamente, tras el intento fallido de prender al religioso, se dirigieron al ayuntamiento. No les costó demasiado tomarlo. De inmediato sacaron los archivos municipales a la plaza y los quemaron.

Capitulación al alba

Al amanecer, Sollana había capitulado. La enseña tricolor republicana fue arrancada del balcón central de la casa consistorial y en su lugar se izó la bandera roja. No se respetaron ni los símbolos del nuevo régimen democrático. A las siete de la mañana, los rebeldes se presentaron en el mercado lo disolvieron y obligaron al sereno, Tomás Méndez, a que proclamara la noticia: Sollana era soviética.

La aventura, aunque corta, fue prolífica en perversidad. Se cortaron las comunicaciones telegráficas y telefónicas e, incluso, se levantó la vía del ferrocarril con lo que se impidió la circulación de trenes. Otro grupo se colocó en un punto estratégico de la carretera y detuvo a todo vehículo que transitaba por allí. Para más inri, encarcelaron en una venta a los atónitos viajeros de un autobús que se dirigía a Valencia.

De nuevo, la Iglesia fue objeto de su ira y prendieron fuego a la puerta del templo. Desde su balcón, el cura trató de disuadirles «rogando a los revolucionarios que desistieran de su actitud y respetaran la parroquia, que era del pueblo», narra una crónica del día siguiente. Pero las súplicas del sacerdote de poco sirvieron. En vez de cejar en su intento, le dispararon con una escopeta de perdigones «de grueso calibre» que le provocaron «numerosas heridas en los brazos y manos y en el costado derecho».

Tras esta hazaña, la comitiva soviética volvió a personarse en el mercado donde se registró otro enfrentamiento cuyo resultado fueron dos heridos de bala más. Tras descargar en el brazo izquierdo al vecino de treinta y dos años, Daniel Claver, éste reaccionó y desvió el arma con el que un rebelde le apuntaba. La mala suerte quiso que el propio agresor, Alejo Zanón, fuese víctima de su escopeta, la cual se disparó y le provocó una herida «grave en el antebrazo izquierdo».

Pero poco más iba a durar la ensoñación anarquista en Sollana. Un guardia civil avisó al jefe del puesto quien movilizó a los efectivos de las localidades cercanas. Éstos «lograron dominar prestamente la situación, incautándose de la bandera roja y enarbolando en su lugar la de la República». Punto y final a una quimera que apenas duró unas horas, pero como suele decirse por estos lares causó más daños que una «pedregà» y anticipó a los habitantes de la joven república el dramatismo bélico con el que deberían convivir tan solo unos años después.