Hace algunas décadas, muchos automóviles españoles andaban con madera o carbón vegetal en lugar de gasolina. Ello era posible gracias al gasógeno, un invento del siglo XIX, que con la quema de combustibles modestos generaba un gas que se convertía en calor, electricidad o movimiento. Fue bastante utilizado en Europa hasta principios del siglo XX, cuando la extensión de la red eléctrica lo dejó obsoleto. En 1920, un francés desarrolló el gasógeno para automóviles, de reducidas dimensiones y fácil de transportar en un pequeño remolque, o en el propio vehículo si este era lo bastante grande. Fue de gran utilidad durante la Segunda Guerra Mundial, cuando en todas partes escaseaba la gasolina, destinada casi íntegramente al esfuerzo bélico.

También la escasez de hidrocarburos motivó que el gasógeno se utilizara en España tras la guerra civil, para mover camiones y turismos. Su gran ventaja era que lo quemaba casi todo: desde carbón vegetal hasta restos de poda y cualquier tipo de madera. Su principal inconveniente radicaba en lo laborioso del manejo: había que cargar la caldera, esperar a que tomara temperatura, mantenerla en su punto, vaciar las cenizas, etc. Se calcula que para cada hora de viaje se precisaban quince minutos de operaciones. Tampoco la calidad del gas obtenido permitía velocidades supersónicas. Era un apaño para ir tirando en plena autarquía. Sin prisa, y con un hacha para hacer leña donde se presentase, se podían recorrer grandes distancias.

Traemos a colación el recuerdo del gasógeno porque, como sigamos yendo por detrás de los acontecimientos, no cabe descartar su regreso. Estamos ligados a una política monetaria que solo responde a los intereses de media Europa, y no es precisamente nuestra mitad, sino la otra. Vamos repitiendo uno tras otro los pasos de Grecia y de Portugal (¡otra vez juntos!), y a los griegos ya les están aconsejando que reintroduzcan el dracma como moneda de pago de la administración, para irse acostumbrando. Una locura que desembocaría en corralito de euros, salida de la moneda única, y una devaluación salvaje que encarecería las importaciones hasta costes prohibitivos.

Cuando nos echen del euro a nosotros, el enorme peso de la deuda exterior, multiplicada por la traducción a pesetas devaluadas, se va a comer cualquier capacidad importadora. Solo habrá hidrocarburos para Defensa, emergencias, caciques y estraperlo, mucho estraperlo. Y volverá el gasógeno, que, por cierto, la FAO recomienda a los países en desarrollo, en instalaciones fijas para sacar provecho de la biomasa y reducir la dependencia de las importaciones de petróleo.