Cada una de las cifras de desahucios que publica de forma periódica el Consejo General del Poder Judicial esconde un drama familiar. En el segundo trimestre de 2018, la Comunitat Valenciana fue la tercera región en número de desahucios con 2.245 lanzamientos, de los que 1.212 correspondieron a procedimientos derivados del impago del alquiler. Uno de ellos fue el de Erika Hidalgo, una mujer que vive en un piso alquilado en València con su marido, enfermo del corazón, sus tres hijos de 15, 7 y 4 años y su madre, de 61. Ángel está enfermo desde los 9 años, lleva cinco operaciones y tiene una pensión no contributiva de invalidez de 380 euros. Esos son los únicos ingresos de esta familia de 6 personas con 3 menores a cargo. Y tienen el corazón en un puño.

El lanzamiento tenía fecha: el 24 de octubre de 2018. Y el día de antes, con media casa en cajas y sin respuestas a las preguntas de unos niños que querían saber el nuevo destino familiar... llegó la orden del juez que paralizaba el desahucio «hasta que se reciba contestación de los servicios sociales del Ayuntamiento de València y del Centro Social Sant Marcel·lí». Y es que el juez tuvo en cuenta el escrito de alegaciones presentado por una madre que se veía en la calle con tres menores.

Necesitan una vivienda social y la necesitan ya. Pero no hay ninguna disponible para ellos. Ni para ellos ni para nadie. No hay. No quedan. Esa es la respuesta que reciben desde una Administración que también tiene pendiente la resolución de las ayudas de la dependencia (para Ángel, que no puede trabajar y tiene riesgo de muerte súbita) y de la Renta Valenciana de Inclusión para Josefa. Erika «cree» que ella también tiene derecho a la Renta Valenciana de Inclusión, pero no la ha tramitado porque «me dijeron desde servicios sociales que no tenía derecho y que me fuera buscando un albergue para vivir». Y las lágrimas asoman.

Vivir en la calle, acudir a un albergue, ocupar una vivienda de forma ilegal... no son opciones a las que acogerse. No es la solución que necesita esta familia. La otra alternativa que le ha dado la Administración «es que busquemos nosotros un piso por 375 euros. ¿Dónde? Lo más barato que ofrece el mercado son 500 euros por dos habitaciones», explica Pepi, una mujer que lleva toda una vida trabajando y solo 8 años cotizados. «Cuidando a mayores o limpiando casas no te hacen un contrato fácilmente», explica.

La familia reside en este domicilio desde hace dos años. La abuela Pepi (Josefa Sinisterra) buscó la vivienda mediante una inmobiliaria del barrio. El contrato era de un año, prorrogable, por 450 euros al mes. Hasta diciembre de 2017 la familia pagó el alquiler religiosamente gracias al trabajo de Pepi, que cuida ancianos y estaba interna en una casa, sin contrato de trabajo, por 800 euros al mes. Pero «los abuelos no son eternos» y el trabajo se acabó. Sin ingresos desde diciembre de 2017, empezó una asfixia económica que aún sigue.

En enero de 2018 ya no pagaron el alquiler. De hecho, ya no lo han vuelto a pagar. No pueden. Imposible afrontar los gastos mensuales. «Cuando empezamos a deber también los suministros acudimos a la parroquia, y Cáritas nos paga parte de las facturas de la luz y el agua, además de participar en el reparto de comida. Gracias al colegio mis hijos son igual que el resto. Gracias a Cáritas y a la parroquia... podemos comer y vestirnos. Pero nos sentimos desamparados y el casero nos ignora», explica Erika.

Y es que en cuanto la familia vio que no podía afrontar el pago del alquiler también solicitó las ayudas al arrendamiento. «Pero necesitamos la firma del casero y ni viene ni quiere hablar con nosotros. Tres veces fui a recoger y rellenar los papeles, y aquí siguen», concluye mientras muestra las solicitudes. La paralización del desahucio por la presencia de tres menores en la vivienda les ha dado algo más de tiempo. Pero es, apenas, un respiro, un soplo de aire.