Hemos dado la bienvenida a 2020 con una situación de calma absoluta tras un 2019 frenético y extremo en lo que respecta a la meteorología. El año pasado estuvo caracterizado por los episodios de lluvias intensas que afectaron al Mediterráneo, y especialmente al sureste, donde 2019 ha sido el año más lluvioso desde que hay registros en algunos observatorios cuya serie se remonta a más de un siglo. A su vez fue un toque de atención, ya que ha muerto bastante gente durante estos eventos, no por no estar previstos, sino por imprudencias. Es lo que sucede cuando no existe una educación ambiental obligatoria desde el colegio, que después se desconocen los peligros naturales de nuestra región o el riesgo que supone construir en zonas inundables. La otra cara de la moneda la encontramos en el interior y en el oeste, donde la sequía fue muy grave hasta las últimas semanas del año, cuando se han ido sucediendo la entrada de frentes muy activos asociados a profundas borrascas atlánticas, aunque todavía tendría que llover algo más en algunas zonas. Tampoco hay que olvidar las olas de calor del pasado verano, con temperaturas escandalosas en el noreste peninsular, pulverizando anteriores récords. Pero también se han batido récords de frío, que suelen pasar de puntillas de forma deliberada. No hay que olvidar que el frío provoca más muertes que el calor y que además es desastroso para el campo si llega a destiempo o si las mínimas caen en picado, que es lo que parece que está pasando en ciertos sectores situados en fondos de valle, expuestas a las situaciones de inversión térmica.

En los últimos años estamos viendo como nuestros climas se están volviendo cada vez más extremos, muy probablemente como consecuencia del proceso de cambio climático que está siendo muy acelerado por la acción del ser humano, algo a lo que debemos adaptarnos. Lo extremo se está volviendo habitual. Pero no hay que caer en extremismos a la hora de comunicar o formar: ni negando la realidad ni cayendo en catastrofismos.