Escondidos tras una mascarilla, como si de un antifaz bucal se tratara, con el que hacer frente a algunas inseguridades propias de la edad. Para muchos adolescentes, de entre 12 y 16 años, el uso del cubrebocas se ha convertido en una pieza fundamental de su indumentaria, más allá de medidas sanitarias, y un elemento sin el cual se sienten poco menos que desnudos a la hora de relacionarse.

De ahí que los especialistas adviertan que la desaparición del uso obligatorio de la mascarilla en las escuelas pueda suponer para algunos menores una ruptura en su forma de interactuar con sus compañeros que les genere inseguridad y vergüenza.

«Muchos se esconden detrás de ella, porque se han acostumbrado a no mostrar su cara, llevan dos años relacionándose viendo solo una parte del rostro, los ojos», explica Joaquina Barba, presidenta de la Asociación de Directores de centros de Infantil y Primaria de la Comunitat Valenciana y especialista en audición y lenguaje.

El ya bautizado como ‘síndrome de la cara vacía’ supone para muchos adolescentes un problema añadido ahora que la mascarilla deja de ser obligatoria y temen que se les señale entre los compañeros por seguir haciendo uso de ella.

Desde que se levantaron parcialmente las obligaciones de su uso en los centros escolares, primero en las clases del área de Educación Física y posteriormente cuando dejó de ser obligatoria en el patio, los docentes han detectado que son bastantes los alumnos, principalmente de entre quinto de primaria y los primeros cursos de secundaria, que siguen optando por llevar cubrebocas y no se lo quieren quitar pese a que en el recreo y las actividades físicas ya no era necesario su uso.

«Tienen vergüenza de los granos, del vello en la cara, o vergüenza simplemente de que les vean la expresión», argumenta Barba sobre esta situación que han detectado en Primaria y especialmente en Secundaria, y que podría agravarse ahora con la retirada de las mascarillas en los centros escolares.

En cualquier caso los especialistas coinciden en que hay que darle tiempo a los menores para adaptarse, tras haber modificado en dos años sus pautas para relacionarse, y que se respete su voluntad sobre si quieren seguir haciendo uso de este elemento que se ha convertido en un escudo contra sus inseguridades.