El primer ataque de los once (tres de ellos mortales) que se le imputan al presunto asesino en serie Jorge Ignacio P. J. se produjo en la noche del 28 al 29 de junio de 2019 en la soledad de una habitación de un piso de la avenida de las Corts Valencianes de València usado como casa de citas. Pero los jurados, la magistrada, los abogados, el público y los periodistas que siguen el juicio contra el acusado se trasladaron ayer sin quererlo a esa habitación para vivir como testigos mudos el horror que sintió la que se considera la víctima número 1 en orden cronológico de Jorge Ignacio P. J. Con un relato desgarrador, vívidamente descriptivo y tan descarnadamente emotivo que trasladó aquel miedo que sintió cuando creyó que no saldría viva de la casa a cada uno de los oyentes del juicio, la mujer rememoró minuto a minuto su encuentro con «ese monstruo asesino».

La víctima, colombiana como el acusado, declaró tras un parabán por decisión de la magistrada pese a las protestas de la abogada de la defensa, que ayer rozó la amonestación tras dos llamadas de atención de la jueza por su actitud impertinente y coactiva con la testigo.

Aquel día, la ‘mami’ (la encargada del prostíbulo) le encargó a esta mujer, entonces de 39 años, que atendiera a Jorge Ignacio P. J. «porque había echado a otra chica que no quiso drogarse». La mujer, que declaró acompañada de una especialista de la oficina de atención a víctimas y tuvo que parar varias veces su declaración, atenazada por los nervios, a veces, y quebrada por el llanto, otras, explicó que ella tenía más experiencia que la otra en simular el consumo de cocaína sin llevarlo a cabo «como nos enseñan».

Cruzaron unas palabras y se dio cuenta de que era colombiano. Cuando se lo dijo, él le sonrió y ella pensó: «No me va a dar problemas». Se equivocó. «En la mesita junto a la cama había un manojo de droga, en una bolsa negra, envuelta con una cuerda de atar que abrió. El olor era impresionante y la cantidad también. Era una barbaridad. Nunca había visto tanta droga junta. Lo tenía ya preparado: cuatro rayas en un azulejo negro. Me lo acercó y me dijo, ‘dale’, y le dije que todavía no. Fui a colocarme la lencería y cuando me giré, ya faltaba una raya, pero no vi que consumiera. Me ofreció un masaje y acepté. En todo momento tenía la mano cerrada, empuñada», con la droga dentro, preparada.

«Noté mucho escozor»

«Empecé a sentir mucho calor y el corazón me iba muy rápido. No entendía por qué». Entonces, le pidió hacer un 69 y ella accedió. Fue entonces cuando le introdujo la cocaína en los genitales sin que se diera cuenta. «No me tocaba, no había deseo. Sólo metió y sacó rápido los dedos. Hizo lo que tenía previsto. Entonces noté un escozor grande en mis partes, como si me hubieran echado alcohol o droga».

Él volvió a insistir en que «me hiciera la raya, pero yo le dije que no, porque estaba cada vez peor. Me fui al baño, porque me ardían mis partes. Cuando me metí los dedos, empezaron a salir rocas de coca, cinco o seis, como el grandor de un garbanzo», relató.

Salió enfurecida. Y así lo contó ayer, con la misma angustia en la voz, subiendo y bajando el tono al revivirlo como si fuera hoy. «‘¿Tú qué estás haciendo? ¿Por qué me metes droga en mis partes íntimas?’, le dije, pero él lo negó. Estaba tranquilo, sabía lo que estaba haciendo». En este punto, la testigo rompe a llorar, se le acelera la respiración. La magistrada interviene para tranquilizarla. Al otro lado del parabán, el presunto asesino niega con la cabeza, pero no muestra nerviosismo. Sonríe con cierta sorna.

Aturdida, pero «consciente y muy drogada» optó por decirle que le pusiera «droga en mi pecho, para probarle y ver si la consumía o no. Él escupía. Empecé a tener mucho miedo. Estaba convencida de que me quería matar. Se me ocurrió decirle una mentira: que había una cámara en cada habitación».

«Volvía a pedirme una y otra vez el móvil, para ganar tiempo, le dije que necesitaba una copa. La dejé en la mesa y me fui a hablar con la ‘mami’: ‘Mami este hombre me está drogando y nos va a matar», aseguró entre lágrimas. La encargada, con restos de polvo blanco en la nariz, «no me hizo caso y no me creyó».

«Usted no me deja sin mis hijos»

Volvió al cuarto sin saber qué hacer. «Le dije que necesitaba una copa. Él la preparó. Noté que tenía como arena y escupí». Muerta de miedo salió de nuevo en busca de ayuda, pero la encargada la tachó de loca. La víctima, convencida de que la iba la vida en ello, fue en busca de un cuchillo a la cocina. Entró con él en alto y le dije «’usted me está matando, ‘hijoeputa’, me quiere matar, pero usted se viene detrás de mí. Hoy se muere usted, ‘hijoeputa malparido’, usted no me deja sin mis hijos. Él, con toda la tranquilidad me cogió la cabeza y me dijo ‘ay, pobrecita, está usted loca’».

«Di vueltas por la habitación con el cuchillo en la mano, no sabía ni qué hacer, estaba como ida, mientras él estaba tan tranquilo, porque no había consumido nada. Vemos a cientos de hombres, y él les digo que estaba más cuerdo que todos los que estamos aquí».

Hizo un último intento por pedir ayuda a la ‘mami’. «Le dije que llamara a la policía, que nos iba a matar». Pero no movió un dedo. Al verla fuera de sí, Jorge Ignacio P. J., a quien reconoció ayer en el juicio con un grito esclarecedor – «¡Es él, es el asesino!»–, le lanzó con desprecio una bayeta usada a la cara y se fue. Ella detalla una última escena terrorífica: «Cuando se iba, me cogió la cabeza otra vez y me dio un beso en la frente, diciendo ‘ay, pobrecita, como le gusta la droga’».

Al día siguiente, intoxicada aún, acudió al hospital. Le encontraron más piedras de cocaína en el ano y los análisis confirmaron la presencia del tóxico. «Me dijeron que si llego a tardar cinco minutos más en ir, me habría muerto». Intentó dar con él para denunciarlo, pero no lo consiguió.

Año y medio más tarde, volvió a ver «al monstruo que me drogó para matarme» en los medios de comunicación. Le buscaban por tres muertes, las de Arliene Ramos, Lady Marcela Vargas y Marta Calvo.

«Que no hiciera esto a nadie más»

Muerta de miedo, acudió a la Guardia Civil para alertarles, pero tardó cinco días en aceptar denunciar. Quería frenar al asesino, «que no le hiciera esto a ninguna mujer más», pero temía que sus dos hijos pequeños, uno de ellos discapacitado, se enterasen de que se prostituía. Finalmente, optó por sacrificarse y denunció.

¿Las consecuencias? «Este monstruo me arruinó la vida. No puedo tener pareja, ni marido, ni novio; no puedo tener una relación con ningún hombre. Les cogí pánico. He intentado matarme para borrar esto de mi mente. Este hombre me drogó para matarme. No hay más». La mujer vuelve a romperse.

En su turno, la defensa trató de confundirla. No lo consiguió. Repitió una y otra vez cada detalle. Segundo intento de la abogada: preguntó por su situación en España «por si buscaba alguna ventaja si estaba irregular». Bronca justificada de la magistrada, que, aún así, le pidió a la testigo que contestase. «¿Estaba usted regular o irregular». «Regular». Nuevo patinazo de la defensa, a la que ayer se le puso cuesta arriba el proceso con el relato sin fisuras de la testigo.