Síguenos en redes sociales:

Potencia y sensibilidad

Alfredo Brotons Muñoz

M ozart, Beethoven. Chopin...No, no fueron estos los compositores que integraron el programa presentado por el austríaco Rudolf Buchbinder (Leimeritz, 1946) en su último recital en el Palau de la Música, sino los del primero... en marzo de 1991. Desde entonces, ha vuelto con la Orquesta de Valencia y otras, con repertorios diferentes, pero sobre todo con Beethoven, cuya colección completa de sonatas para piano ofreció con extraordinario éxito de público y crítica en la sala Rodrigo hace tres años.

Beethoven como bisagra podría valer como lema de quien ha insistido en la importancia del genio de Bonn como figura imprescindible en la transición del clasicismo al romanticismo. El punto de partida fue esta vez Haydn, de quien se ofreció la Gran sonata, la última de las suyas y una de sus indiscutibles obras maestras, y donde Buchbinder ya admiró sobradamente por la equilibrada y flexible combinación de potencia y sensibilidad, retórica ampulosa y sutileza íntima que le aplicó.

El sonido se hizo aún más orquestal en una Patética que se habría dicho mejor trágica por el nervioso toque con que se respondió a los acusados contrastes previstos para el primer movimiento. Fue como si lo que en Haydn, pese a las claras anticipaciones, todavía era juego con Beethoven se hubiera convertido en vida muy en serio tomada y vivida. La misma impresión pero en el otro extremo del espectro emocional se produjo en un Adagio cantabile de frases enunciadas con una apariencia de sencillez tan deslumbrante como profunda era la elocuencia conferida por la sabia acentuación aplicada. Y el asombro por la facilidad técnica no hizo aún sino aumentar en el final ante la fluidez sin fisuras con que el discurso iba pasando de una mano a otra.

En los Estudios sinfónicos de Schumann, los contrastes entre el poderío exhibido en el segundo, la incisividad del cuarto, el sabor a commedia dell$27arte que tuvo el quinto, la claridad con que se desenmarañó el sexto, el romanticismo de que se impregnó el octavo (un homenaje a Bach) venían impidiendo la más mínima distracción de la atención, cuando de repente, tras el noveno estudio, se insertaron las cinco variaciones póstumas, en la última de las cuales se logró una conjunción de finura en la mano izquierda y firmeza en la derecha cuyo prodigio aún prolongaron el estudio undécimo y un pasaje legatissimo del final marca de ambas casas: la de Schumann y la de Buchbinder.

El vals del Murciélago, en la misma transcripción de regusto tan lisztiano, que dieciséis años antes sirviera de propina cumplió de nuevo esa función ante un entusiasmo de los espectadores que llenaban la sala.

Pulsa para ver más contenido para ti