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Crítica musical

Los músicos de Miquel Gil se miran y sonríen

Durante un concierto se observan señales que indican que la cosa está yendo bien

Miquel Gil con su banda, el jueves en el Palau de la Música. eva balcells

Durante un concierto se observan señales que indican que la cosa está yendo bien. Además de en los aplausos (la señal más obvia), uno se suele fijar en si los músicos se miran entre ellos. Si se miran, y se hacen algún guiño o incluso en medio de la canción se dicen alguna cosa y se sonríen, es que el concierto es de los buenos.

En el concierto que ofreció Miquel Gil el jueves por la noche en el Palau de la Música para presentar su nuevo disco, Geometries, los músicos se miraron mucho y se dijeron cosas y sonrieron todo el rato. Fue, pues, un buen concierto. Se miraban a espaldas de Miquel, que de vez en cuando también les miraba a ellos desde el taburete (del que apenas se movió por culpa de una lesión en la rodilla) y se apoyaba para hacerlo en la caja de la guitarra como el abuelo que clava los antebrazos en el respaldo de la silla para disfrutar de las gamberradas sus nietos. Eso sí, en este caso eran nietos muy formales, porque el artista de Catarroja se ha rodeado para este disco y sus conciertos de algunos de los mejores intérpretes del mercado valenciano. Precisos, que no fallan una, que sirven a las canciones como un cuerpo de élite y que igual valen para meterle a un poema de Estellés un aire de rumba («Hotel París») que un ritmo de reggae («Mort petita», en la que participó la violinista Marta Margaix).

Estos dos temas están en Geometries, disco que lógicamente llevó el peso del repertorio. Aun así, el concierto se inició con la «Rosa de paper» del anterior álbum de Gil ( Per Marcianes), que pronto dio paso a la festiva y tribal «Copeo». Ahí ya se vio que, junto a la voz inconfundible y los melismas de Miquel, iban a sobresalir sobre el resto de sonidos los que sacase el gran Eduard Navarro de bandurrias, laudes, dolçaines y xeremies. Apareció a continuación Borja Penalba, productor del nuevo disco, para dar aún más cuerpo a «Geometries», una encantadora canción con un «tocazo» latino de esos que sirven para demostrar que los valencianos podemos ser, musicalmente, de dónde nos da la gana.

De su disco más conocido, Orgànic, Miquel rescató clásicos como «Un silenci», «L'amor és Déu en barca», «Primavera» o una «Cançó de traginers» con la que en algo más de cuatro minutos de música llevó al público del medievo a la modernidad y de la frontera norteamericana al mediterráneo africano.

El público, que conoce bien estas y otras viejas melodías (como la sobrecogedora «Katà»), las aplaudió a rabiar. Pero no fue menos generoso con las canciones nuevas porque en su mayoría son fáciles y entusiastas, de una carnalidad que invita a bailarlas y a manosearlas. En la reivindicativa «Copla 42» la voz de Mireia Vives le dio un contrapunto la mar de agradable al vozarrón de Gil, que también invitó a «el meu amic» Botifarra a hacer «proselitismo de la música tradicional valenciana» con uns «cants de batre» que supieron a poco. Pero bueno, el concierto era de Miquel Gil, que con esa voz de ogro tierno y cariñoso con las canciones, ofreció una actuación tan variada, medida y entretenida que al final, hora después de empezar, aún se nos quedó corta. Bien, mejor eso que empacharse (supongo).

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