Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Crítica musical

Senderos peliagudos

Senderos peliagudos

Apenas un par de años después del recital que ofreció en febrero de 2017 en el Palau de la Música, Juan Diego Flórez (Lima, 1973) ha regresado a este mismo escenario para deleite de sus cientos de fervorosos seguidores y de cuantos aman el mejor canto. El tenor peruano, que es desde hace un par de décadas la mejor y más dotada voz que existe en su categoría en la escena internacional, se sabe dueño y señor de la atracción y fascinación que ejerce la pureza de su canto, y, como hizo ese otro grande que es Leo Nucci un día antes en el Palau de les Arts, supo ganarse al público con su voz y su arte mayúsculo, pero también engatusarlo con la palabra, el gesto y el chascarrillo.

Si hace dos años Flórez recaló en València con obras de Rossini, Mozart, Leoncavallo, Puccini, Massenet y Verdi, en esta ocasión lo ha hecho con un programa igualmente variado, en el que únicamente repetían Massenet y Verdi. Y con una voz cada día más ancha y lírica, pero que mantiene intacto el color, el brillo, la agilidad, la transparente luminosidad y los agudos y sobreagudos de siempre. Acompañado de nuevo al piano -discretamente- por Vincenzo Scalera, desgranó como aperitivo tres canciones de Bellini que sirvieron de calentamiento para un recital valiente y arriesgado, que transcurrió por senderos peliagudos, con incursiones tan remotas a su naturaleza vocal y vital como el aria de la flor que canta Don José en el segundo acto de Carmen, fragmentos de operetas de Lehár y hasta se atrevió, en la generosa retahíla de propinas, con un «Nessum dorma!» de Turandot que chifló definitivamente a un público subyugado tanto por su canto portentoso como por la simpatía y el arte de saberse meter al público en el bolsillo, que Flórez domina con el mismo desparpajo y astucia que Nucci y algunos otros grandes de la escena.

Quien es indiscutible número uno en el ámbito belcantista desde la desaparición de su admirado Alfredo Kraus, se adentró en «A te, o cara» de I Puritani de Bellini cantado con el candor, virtuosismo, belleza vocal, fraseo y ductilidad propios de quien es el más grande, aunque por cosas del momento o de una decisión prefijada se saltó y cortó lo que le dio la real gana, algo difícil de entender en un artista de su calibre. Lo compensó con la integridad y asombrosa perfección belliniana del «E serbato a questo acciaro del tuo sangue la vendetta» que canta Tebaldo en la primera escena de I Capuleti e i Montecchi. Coronó la primera parte explicando y cantado los intríngulis de la cómica aria «Allegro io son», que entona el pánfilo y feliz Peppe en Rita, la divertida operita en un acto que escribe Donizetti en 1841. Apoyado en su voz privilegiada, en su sofisticada escuela y en su saber hacer belcantista, Flórez sorteó con soltura y sin achicarse la complicada y aguda tesitura y sus exigentes agilidades.

Por derroteros muy diferentes transcurrió la segunda parte del programa, iniciada con tres fragmentos de operetas de Lehár que vocalmente le van como anillo al dedo, pero que ni por estilo -el característico de la opereta vienesa- ni menos aún por dicción -¿cantó realmente en alemán?- forman parte de su expresión y cultura. Luego, abordó maravillosamente un aria tan remota a su vocalidad como la de la flor de Carmen, que llevó con enorme habilidad, respeto y solvencia a su fragante mundo vocal. Coronó la incursión francesa con la cavatina «Salut, demeure chaste et pure» que protagoniza Faust en el tercer acto de la ópera homónima de Gounod, cuya interpretación trajo a la memoria las referenciales de Alfredo Kraus. El Verdi contemporáneo de Donizetti, joven y exultante, de Attila («Oh dolore») y de I Lombardi alla prima crociata («La mia letizia infondere») fue colofón impecable e implacable de un recital en el que Flórez y su voz portentosa reinaron en un Palau de la Música que no llegó a llenarse, pese a la asistencia (discreta y melómana) del alcalde Ribó y de otros gerifaltes locales quizá no tan melómanos.

El público, como siempre que hay calidad de verdad -se llame Sokolov, Nucci o Flórez- no se conformó con lo anunciado, y a base de aplausos y bravos arrancó al tenor limeño un rosario de propinas que se convirtió en tercera parte del programa. Guitarra en mano -¡el delirio!- se lanzó sin reservas a su juego de seducción y a interactuar con un público que ya de por sí estaba entregadito. «¡No se oye!», exclamó alguien desde las traseras butacas de coro. Y el tenor, guitarra en mano, allá fue. Se volvió, acercó, susurró bien fuerte y premió a la espectadora con una cancioncilla mexicana a modo de serenata. También regaló, entre otras delicias, Cielito lindo, Nessum dorma! y hasta una melodía resultona que canta a «València y sus olivos». Además de generoso, detallista y embaucador, el más grande tenor de su cuerda es simpático en verdad.

Compartir el artículo

stats