A ciertas edades, acudir a un concierto de rock tiene mucho de desafío logístico. Comprar los billetes de avión desde Palma, el AVE desde Madrid, buscar hotel a un precio decente, empaquetar a la descendencia con los abuelos o dejar a la familia convenientemente cenada y acostada se convierten en trámites más o menos engorrosos que solo arrojan beneficios cuando la actuación de la banda en cuestión es plenamente satisfactoria. Con La Granja juegas sobre seguro. Las uñas pintadas de rojo dentro de unas carísimas sandalias, la camisa perfectamente planchada y los brebajes que tintineaban dentro de los vasos daban la medida del público que acudió a un evento que tuvo mucho de reunión familiar, pero que ni por los detalles revelados en las formas pudo esconder su propia esencia ni la afición del respetable por el vigoroso pop de guitarras desplegado por los mallorquines. Al final, todos parecían lo mismo, entes sudados como pollos que acababan de pasar una hora y media de sus vidas, cómodas o arrastradas, inmersos en la plena felicidad. Menuda conexión. Hubo quien apostó por llevarse al churumbel para, en un alarde de paternidad responsable, instruirle sobre los arcanos del rocanrol: mira nene, para que sepas reconocer una canción perfecta, aquí tienes ocho o diez de muestra. Lo que estás escuchando, hijo mío, es el sonido más hermoso que jamás creará el ser humano. Una Rickenbaker de doce cuerdas a todo volumen, con su puntito de compresión y un diseño más bello que la Victoria de Samotracia. Con esa lagrimita asomando, de vuelta a 1988. ¿Nostalgia? ¡Quia! Canciones atemporales, eternas, emanadas directamente del canon: Beatles, Byrds, Who y Collins tocadas con brío, cariño y dedicación. Que liberaban energía arriba y abajo del escenario, con una banda madura pero con actitud y con un público volcado en cantarlo y bailarlo todo, porque las sentían como proyecciones de su propio ser. "Los chicos quieren diversión", "No pierdas el tiempo", "Qué cerca veo el final", "Por quién doblan las campanas" o "Fuimos chicos rebeldes" quedaron como clara muestra de ello. Y, además, la banda no faltó a la cita con su vertiente más roquera. La inquietante "Violeta y Rebeca", "Chap, chap", "Vitamina D", "Anita Reyes", "Isabel" o "El chico de la moto" sonaron robustas, agresivas y deudoras del rhythmn and blues británico, cuando no del garaje pre-psicodélico americano. Y luego están esos monumentos al pop como "La mala traición", "Tu droga favorita", "Cansado de escuchar", "Persiguiendo una sombra" o "Ángel de mañana". Increíble. Qué montón de grandes canciones, se las apunto aquí para que, si no las conocen todavía, corran a escucharlas. Eleven su espíritu y alcancen el nirvana cada tres minutos, como hicimos los asistentes a la ceremonia del viernes. Y cuéntenle sin reparos morales a sus hijos, o a sus nietos, que ustedes también son chicos ávidos de diversión. Y que, gracias al cielo, La Granja la continúa proporcionando. Y eso, a estas alturas de la película, es mucho que agradecer.