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Crítica musical

Thielemann desenmascara a Guérguiev

Una escena de «Tannhäuser». bayreuther festspiele /enrico nawrath

Creyó el surosetio Valeri Guérguiev (1953) que podría sobrevivir a Bayreuth con su acostumbrada anarquía, falta de ensayos, indisciplina e improvisaciones propias de quien se cree con derecho a hacer lo que le da la real gana en cada momento por ser vos quien sois. Su debut con Tannhäuser en la Colina Sagrada el 25 de julio último no pudo ser más calamitoso, hasta el punto de tener a la orquesta, al coro y hasta a los cantantes crispados con su falta de rigor y trabajo; dirigiendo con su minibatutita, con los ojos pegados a la partitura y ajeno a la escena. Para colmo, durante la representación falleció su madre, lo que le obligó a ausentarse de Bayreuth.

Como era previsible, la crítica internacional lo puso a caer de un burro con intensidad equiparable a la que mostró el público del Festspielhaus tras protestar airadamente su trabajo en La Meca del canto wagneriano.

Hasta que llegó Thielemann y zanjó con decisión el asunto. Ante el notorio desvarío, llamó personalmente al maestro ruso y le dijo que así no podían seguir las cosas, que si no cambiaba y se atenía a las rigurosas normas de trabajo de Bayreuth, que se quedara en casa, que la tercera función -la del pasado martes- la dirigiría él mismo. Y así fue. Cuando al inicio de la representación apareció Katharina Wagner -directora del Festival y bisnieta del compositor- bajo el inmenso telón para anunciar que en lugar de Guérguiev la función iba a ser liderada por Thielemann, las 1.974 personas que abarrotaban la platea estallaron en una atronadora y larga ovación. Era el mejor termómetro de la indignación que el fallido paso del maestro ruso ha provocado en el exclusivo universo wagneriano.

Comenzó la música y llegó el milagro. Sonaron las notas iniciales en pianísimo del preludio de Tannhäuser con una pureza, un preciosismo y una magia sonora absolutamente de otro mundo. Thielemann acababa de llegar al foso sin haber ensayado previamente, pero el deseo de todos por olvidar la pesadilla de las dos anteriores representaciones y de los muy pocos ensayos en los que participó Guérguiev, sumado al inmenso conocimiento y rigor profesional del maestro berlinés, y a su dominio de la acústica única del foso invisible de Bayreuth, convirtieron el preludio y todo lo que vino después en una de las más intensas y entregadas versiones de Tannhäuser escuchadas en Bayreuth o en cualquier otro lugar. En cada nota se sentía el deseo y la voluntad de todos por tocar bien, de reivindicar y dignificar la condición de músico.

El tenor estadounidense Stephen Gould, que ya cantó el rol de Tannhäuser con Thielemann en Bayreuth, en la romántica producción de Philippe Arlaud, ha revalidado quince años después la interpretación de entonces. Su voz aparece ahora incluso aún más densa y homogénea, sin perder por ello la generosidad, frescura y redondez de entonces. Gould, que tres días antes dio vida a un memorable Tristan, es hoy el tenor wagneriano por excelencia. Como la debutante soprano noruega Lise Davidsen (1987), que se ha convertido de la noche a la mañana en nueva estrella del canto wagneriano. Su Elisabeth fue un cúmulo de maravillas cantoras, expresivas y dramáticas. Disfruta de una caudalosa y perfectamente impostada voz, con agudos que proyecta con precisa afinación, delicadeza y homogeneidad. Desde la célebre aria de entrada («Dich, teure Halle»), su canto aunó la impactante fortaleza vocal de la legendaria Astrid Varnay con la no menos legendaria exquisitez de la «dulce Victoria», como llamó Wieland Wagner a Victoria de los Ángeles cuando, bajo su dirección escénica, debuto en Bayreuth, en 1961, precisamente con el papel de Elisabeth.

En niveles menos estratosféricos discurrió el bien cantado Wolfram del barítono Markus Eiche (conmovió pero no emocionó en la famosa canción de la estrella), y muy por debajo de lo previsible el Landgraf Hermann del en otras ocasiones gran bajo danés Stephen Milling. La Venus deslumbrante de Elena Zhidkova fue un alarde no solo dramático, sino también de ductilidad para ajustarse a las necesidades particulares de la escena en su unicidad con el pentagrama. El reparto contó, además, con la presencia del español afincando en València Jorge Rodríguez-Norton, que defendió con solvente profesionalidad y eficacia el papel de Heinrich der Schreiber. Es el tercer cantante español en debutar en la escena señera de Bayreuth, después de la citada Victoria de los Ángeles y de Plácido Domingo.

La atrevida, valiente y controvertida puesta en escena de Tobias Kratzer es un prodigio. De lo más rotundamente genial e innovador que se ha visto en Bayreuth. Un derroche inagotable de imaginación, sensibilidad y dominio escénico. Tras una apariencia que hace presagiar lo peor -el inicio, con la destartalada furgoneta sugeridora de un carromato, el payaso, el enano, el travesti y qué sé yo más, parece el de I Pagliacci-, pero muy pronto el espectador percibe la calidad sobresaliente de la propuesta, que combina, funde y confronta los mundos del Venusberg con el cotidiano, con el formalmente establecido. Dos escenas, dos formas de vida, que se abrazan en un final a lo road movie en el que la pura Elisabeth, resucitada tras haber muerto después de la licencia de tener sexo con Wolfram, se marcha en la vieja furgona hacía un final presumiblemente feliz.

La realización videográfica, que posibilita dos acciones en paralelo -la real del escenario, y la no menos real que transcurre entre bambalinas y en el exterior de la sala-, contribuye a redondear una fascinante narración escénica. Áspera, luminosa, triste, tierna, nostálgica, feliz. ¡Variada y cambiante como la vida misma! La incorporación de dos personajes tan entrañables y teatralmente efectivos como el enano Oskar (magistralmente encarnado por el actor Manni Laudenbach) y el/la tierno/a Le Gateau Chocolat (defendido por él mismo) completan la troupe bohemia, errante y un punto friqui que lidera el maravillosamente recreado personaje de Venus. ¡Dan ganas de marcharse con ellos!

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