Fue el 11 de abril de 1993, en Montanejos, el pueblo del Alto Mijares donde un grupo de jóvenes antifascistas había ido a pasar las fiestas de Pascua. Veo las fotografías de aquel día en este diario. Veo a ese grupo de jóvenes con la risa de la camaradería en la tienda de campaña. Veo también, como si me hubiera convertido de repente en un vidente como los poemas de Rimbaud, lo que no sale en esas imágenes: uno de esos chavales tendido en el suelo, casi sin un hálito de vida en medio de la calle. Ese joven era de Burjassot y se llamaba Guillem Agulló. Tenía dieciocho años. Un grupo nazi los atacó y uno de ellos le pegó a Guillem una cuchillada que habría de resultar mortal. Después se fueron cantando a grito pelado el «Cara al sol». Hace ya muchos años de aquel día. La memoria es una cuerda floja sobre la que hemos de hacer equilibrismos imposibles para que no se nos vayan de la cabeza los recuerdos. Eso lo saben, mejor y con más dolor que nadie, Carme Salvador y Guillem Agulló: el chico asesinado era su hijo. Y también lo sabe el director de cine Carlos Marqués-Marcet, que, según leo en Levante-EMV, va a hacer una película -La mort de Guillem- sobre aquel fatídico 11 de abril de 1993.

Conozco a Carme y Guillem desde aquellos días. El asesino, Pedro Cuevas, fue condenado a catorce años de cárcel, cumplió cuatro y en 2005 se presentó a las elecciones en Chiva por un partido fascista. También fue detenido en otras ocasiones por su participación en diversas acciones violentas contra jóvenes demócratas. Cuento esto, saco el nombre del de la cuchillada, porque no sirve de nada contar a medias lo que recordamos. Y ese nombre forma parte de la memoria más insoportable de la infamia. Leo las palabras del periodista y productor de la película Rafa Molés: «esta memoria puede repercutir en la actualidad, porque este tema sostiene una relación muy evidente con el presente». Y tanto que esa relación existe. Miren, si no, la noticia de hace unos días en este mismo diario: al poco de empezar el rodaje en una casa de Burjassot, apareció una pintada nazi: «vigilad lo que hacéis», amenazaba esa pintada. Y también apareció, en esos días, la palabra Vox estampada en una imagen de Guillem. Pues sí, digan lo que digan algunos negacionistas, el presente no se entiende sin el pasado. Por eso es tan imprescindible salir de los atascos del olvido. Dicen algunas voces interesadas que recordar reabre viejas heridas. Lo que persigue el olvido es cerrar en falso esas heridas. Por eso es una alegría enorme saber que habrá en unos meses una película sobre la muerte de Guillem Agulló, una muerte que en la película de Carlos Marqués-Marcet será, con toda seguridad, una lección de vida joven que seguirá volando en plena y hermosa libertad por nuestra memoria.

Aquel día de Pascua en Montanejos se abría en una casa de Burjassot una herida difícil de coser por tanto dolor acumulado en todos estos años. Pero sé que «ese aroma de ausencia», que cantaba Antonio Machado en uno de los poemas de Soledades, se habrá convertido en una insobornable vocación de resistencia contra el olvido. De ahí, las palabras del padre cuando habla de su hijo: «Para nosotros es una satisfacción muy grande que hoy Guillem esté reconocido como un símbolo por las libertades, la igualdad y la paz». Y tanto que es ese símbolo en un tiempo que empieza a ser más intemperie que refugio seguro de la buena democracia. La cultura del respeto a lo diferente y de la igualdad sin tachaduras es más necesaria que nunca frente a los discursos de odio, esos discursos que son como un reciclaje de aquella tarde trágica que siempre estará viva en nuestra memoria.