Un amigo, muy buen escritor, me decía hace tiempo: lo que me gustaría es que las entrevistas, por mi próxima novela, las sacaran en las páginas de deportes de los periódicos y sobre todo en las de fútbol, y no en las de cultura. La gente no lee o lee muy poco, no va al cine o va al cine muy poco, no va al teatro o va al teatro muy poco, no va a los museos o va a los museos muy poco. Por eso hablar de cultura, en este país, es hablar de miseria y compañía. Hablar de un vacío que se fue llenando de sueños luminosos con un final abrupto antes del amanecer, de ilusiones que duraron lo que un abrazo antes de la despedida, de palabras que en cuanto levantaban el vuelo ya les habían robado «ese sabor de origen» que decía Gabriel Celaya.

Estamos -digan lo que digan «los rebrotes controlados»- en el mismísimo corazón de la pandemia. Las medidas para esquivar al bicho no obedecen a la lógica de la respuesta sanitaria al coronavirus, sino a la lógica inmisericorde del dinero. Entre esas medidas llaman poderosamente la atención las que se refieren a la cultura. Hace unos días, me lo comentaba una amiga: cómo se explica que los teatros y los cines tengan que abrir casi vacíos para guardar la distancia de seguridad que impone el protocolo y los aviones puedan volar a tope de viajeros.

La lógica que se encierra en la respuesta es muy clara: la economía está por encima de la salud (¿de qué demonios sirve la economía sin gente?), por encima del daño social, por encima de esa cultura que nos habla de solidaridad, de cercanía con las personas más frágiles, de que si no empujamos el carro con todas las ganas posibles, y se ponen de una puñetera vez la mascarilla y guardan la distancia exigida esos descerebrados que se ríen del maldito Covid como si tanto sufrimiento fuera un chiste, nos vamos al confinamiento bis en cuatro días. En algunos sitios ya ha llegado ese confinamiento. Y no digo nada de los pequeños pueblos de interior. El miedo urbano al pangolín nos ha convertido en estrellas de Hollywood. Todo el mundo nos quiere con locura, nos acerca su afecto y su ternura como si fuéramos el abuelo de Heidi con su borreguito color de nieve, busca un sitio donde el jabón de manos tenga el tacto suave de aquellos limones del Caribe que cantaba con ironía Luis Eduardo Aute. Bienvenidas sean las estancias vacacionales. Dan colorido a las soledades del invierno. Eso sí: no se olviden de coger las mascarillas y un buen repelente como el de los mosquitos para ahuyentar sin ningún miramiento a los irresponsables.

Vuelvo al principio de esta columna. La cultura ha de dejar de ser el perro pulgoso de todas las políticas. En ningún tiempo -y no hablo ahora del que nos descalabró el coronavirus- es mejor un avión lleno de pasajeros, o un crucero donde cabe toda Nueva York, que un cine, un teatro o una sala de conciertos llenos de gente que disfruta felizmente con la palabra y las canciones. Por eso, y menos aún en estos momentos tan duros, las decisiones políticas y sanitarias no pueden castigar una vez más a la cultura, como si la cultura fuera un trasto al que se arrincona despectivamente como si no sirviera para nada.

Escribo cada domingo en estas páginas de cultura de Levante-EMV y ha de llegar el día -ojalá que no muy tarde- en que el amigo escritor me diga, con cara de satisfacción, que qué bien que la entrevista por su próxima novela salga en las páginas de cultura de los periódicos y no en las de la sección de deportes, que ya tiene las suyas propias. Ya sé que es difícil meter la cultura en el saco de nuestras primeras necesidades. Pero no por eso hemos de dejar de intentarlo con todas nuestras fuerzas. Y más aún: hemos de hacerlo posible, más que nunca y cada cual a su manera, en estos tiempos tan difíciles del desasosiego.