La pandemia fulminó la gira mundial de Nick Cave, pero nos ha dado un fruto inesperado, el álbum ‘Carnage’, que ha visto la luz por sorpresa en formato digital (el físico llegará el 28 de mayo). Una obra turbia y espiritual, si bien de trayecto sonoro más cambiante y un poco más extrovertida que las dos últimas del australiano. Disco firmado a dúo con Warren Ellis, miembro de los Bad Seeds desde 1997 y cómplice en numerosos proyectos.

‘Carnage’ (matanza, carnicería) es un álbum inesperado por sus propios creadores, que durante el confinamiento se vieron componiendo las ocho canciones de que consta en solo dos días y medio. Todo ello, según afirman, sin haberlo planeado y atendiendo a un «proceso acelerado de intensa creatividad», explica Ellis. Para Nick Cave, se trata de «un disco brutal, pero hermoso, anidado en una catástrofe colectiva». Una obra que «simplemente ha caído del cielo, como un regalo».

Obsequio, u ofrenda, en que la pareja brinda a la humanidad su bálsamo de belleza y meditación. El álbum es el fruto de una destilación del método de trabajo seguido en ‘Ghosteen’, dando más margen a la improvisación y abriendo un poco el espectro sónico con acentos de ritmo y colores instrumentales, aun colocando la narración en el centro del paisaje.

La entente de Cave y el multinstrumentista Ellis se adivina fluida e intuitiva. Aunque es la primera vez que ambos firman un álbum como dúo, son extensas sus colaboraciones a lo largo de los años, incluso más allá de los Bad Seeds, desde el grupo paralelo Grinderman (2006-13) a las bandas sonoras para películas, televisión o teatro. Trabajos estos en los que Ellis desarrolló los ‘loops’ electrónicos atmosféricos que Cave potenciaría en sus últimos álbumes y que se sitúan en el sustrato de ‘Carnage’.

El halo místico envuelve la obra desde la primera canción, «Hand of God», que camina desde la serenidad asistida por el piano hacia una marejada ansiosa, con cuerdas de brillo sobrenatural, mientras Cave advierte de la «mano de Dios / que viene del cielo», pasando del sordo monólogo interior al grito repetitivo. La inquietud crece en «Old time», pieza asentada en oscuras tramas electrónicas, con el roce del violín, que Cave entona con creciente desasosiego. Pieza intranquila, de texto entre ensoñador y reflejo de episodios pasados: «Belleza lunática bajo una luna de agua / te fundes con la piscina del hotel / ‘By the time I get to Phoenix’ en la radio», canta aludiendo al clásico de Jimmy Webb de los años 60, que Glen Campbell hizo suyo («la mayor ‘torch song’ de la historia», dijo un día Frank Sinatra).

La pieza titular, «Carnage», la que más costó terminar según sus autores, proyecta al Cave balsámico, acaso en busca de la curación del alma, cobrando altura de la mano de los coros angelicales. Cierto ánimo purificador. En contraste, el paso severo, de reminiscencias industriales, sobre el que se alza «White elephant», el tema más convulso, de canto airado y coros con resonancias del viejo góspel.

Las aguas tienden a calmarse a partir de la apacible «Alburquerque», asentada en el diálogo de las sencillas notas de piano con las bases orquestales del sintetizador. Cave suplicante, rompiéndose por dentro cuando apunta a las palabras de la madre a su hijo, legibles en clave de confinamiento.

Ese Cave deconstruido, buscando la esencia ascética de la canción, llega a su último puerto en «Balcony man», la pieza más ‘minimal’, donde parece desmitificar su propia figura cuando canta: «soy el hombre del balcón, soy Fred Astaire / Crees que tengo un plan hasta que llego a las escaleras».

Las palabras que cierran el tema y el álbum («lo que no te mata solo te vuelve más loco») bien pueden acompañarnos en estos días dislocados. Culminan una obra de recogimiento trascendente, con sus alegorías alucinadas y su fondo de esperanza; serena, pero con brotes de furia. La respuesta de Nick Cave a lo más imprevisto, llevando el dolor y el desconcierto a una estación avanzada de su arte musical.