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Crítica

Yoncheva a raudales

El concierto de 'Les Arts és Lied'.

El universo desnudo y sutil, siempre poético, del Lied dista de mundo visceral y multitudinario de la ópera. Requiere del artista cualidades expresivas más escuetas y diversas. La soprano búlgara Sonia Yoncheva (Plovdiv, 1981), muy querida en el Palau de les Arts por sus inolvidadas encarnaciones de Violetta Valéry en noviembre de 2013 con Zubin Mehta, ha regresado a Valencia para ofrecer un recital dentro del ciclo «Les Arts és Lied». Más que Lieder, la base y sustancia del programa fue un sencillo y poco ambicioso batiburrillo de canciones italianas compuestas por Verdi, Leoncavallo, Tosti, Martucci y etcétera.

Fue una lástima tener en el escenario a una voz tan poderosa y dotada como la de la Yoncheva para de ella escuchar tan solo esta liviana sucesión de bonitas cancioncillas de amor. Precisamente la extrema sencillez de las mismas exige un universo tornasolado y extremadamente caleidoscópico y penetrante que otorgue diversidad al conjunto. La soprano búlgara, valor indiscutido de la actual escena operística, se adentra en el mundo desnudo de la canción de concierto apoyada en su voz excepcional de soprano lírica, calibrada en todos los registros, generosa en armónicos, de perfilada proyección y gobernada por una inteligencia atenta que regula dinámicas y fraseos.

Sin embargo, el programa transcurrió en medio de cierta monotonía. De alto nivel, sí, pero monotonía. El reto era difícil, quizá apto solo para voces rodadas en el mundo diferente y peculiar del Lied. Para una Victoria de los Ángeles, un Christian Gerhaher o la recientemente fallecida Christa Ludwig, quien en sus memorias no vacila al asegurar que vivimos un tiempo «en el que todas las voces suenan igual porque los cantantes ya no tienen ninguna personalidad».

El concierto de 'Les Arts és Lied'.

Pero Sonia Yoncheva tiene, además de una voz excepcional, personalidad y sensibilidad a raudales, como puso bien de relieve en el mimo y detalle con que cantó cada una de las quince bonitas canciones del programa, inaugurado con una serie de seis firmadas por Verdi y cerrado con cuatro de Puccini. En medio, melodías de Leoncavallo, Tosti, Martucci y Tirindelli, cuyo «Amore, amor» marcó la pauta de un recital en el que el amor, la nostalgia de él y sus infinitas derivaciones hubieran requerido una visión, una interpretación más honda e indagadora, quizá también más reflexiva y turbadora; impregnada del elucubrador y acaso inquietante «misterio insondable» al que, sin salirnos de la música, apuntan von Hofmannsthal y Strauss en El caballero de la rosa.

La diva contó con el acompañamiento siempre sobresaliente de Malcom Martineau, quien desde su piano veterano sí dejó asomar luces, colores y universos múltiples. En el teclado, Verdi sonó a Verdi tanto como Puccini a Puccini, y Tosti a Tosti. La gran Sonia Yoncheva, la artista universal aplaudida por todos, sí irrumpió con fuerza abrasadora y definitiva en los tres bises que coronaron un recital que para ella fue, según anunció agradecida y emocionada al público, «mi primer encuentro en vivo con el público después de mucho mucho tiempo de cancelaciones y teatros cerrados por el coronavirus. Muchas, muchísimas gracias de verdad por estar ahí», dijo en un español más que entendible, cuyo ligero acento venezolano delataba la cercanía con su marido, el director venezolano Domingo Hindoyan.

Fueron las propinas lo mejor de la tarde. Con diferencia. Dos Puccini y un Bizet. Del primero, un «Addio senza rancor!» del tercer acto de La Bohème que rebosó todo lo que antes se echó en falta, y un conmovedor e intimista «O mio babbino caro» de Gianni Schicchi que acabó por enfervorizar a un público ya entonces absolutamente fascinado y entregado. Transfigurada en Carmen, se paseó enseñoreada por el escenario mientras vacilaba provocadora al muy britisch Martineau y hasta al mismísimo pasapáginas, que logró mantener el tipo pese a las carantoñas de la cigarrera búlgara. ¡Artistas! (los tres).

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