Hacía poco que el coronavirus se había extendido por todas partes y los estragos eran ya estratosféricos. Empezaba lo que nunca pensábamos que iba a suceder, aunque no faltaban desde hacía años señales anunciadoras de que el sistema inmunológico del planeta andaba en bancarrota. Pero no importaban nada esas señales. Los reyes del mambo seguían cantando en los escenarios de un poderío indestructible, a resguardo de cualquier quebranto. Y de pronto va y un bichito desconocido ataca sin piedad el centro neurálgico de ese poderío. Las canciones de amor se volvían sombrías con el fondo musical de un sufrimiento insoportable. La desolación y el descoloque eran lo normal de cada día. Enfermaba mucha gente. Moría mucha gente. Algunas voces entonaban el apocalipsis. Y entre ese coro de padecimientos a destajo surgió una que me daba risa en medio del horror: el virus era un perfecto ejemplo de democracia. Eso decían algunos. Lo nunca visto. La risa.

El daño alcanzaba a todos los estamentos sociales y económicos. A nadie respetaba. Se morían los ricos y los pobres. Al maldito Covid le importaban un pito las cuentas bancarias. Incluso si tenías una pasta en paraísos fiscales, el virus te atacaba en tu palacio de la sierra como si fueras un sintecho. De repente, el neoliberalismo se había vuelto igualitario. Tanta teoría para conseguir o impedir una sociedad de iguales y llega ese bicho con nombre de mascota olímpica y lo allana todo como si fuera una apisonadora. Daba igual que fueras un paria de la tierra o el dueño absoluto de esa tierra: del picotazo no te iban a librar las noches al raso tumbado en la humedad de los cartones ni las camas con dosel que acunan el sueño en sábanas de seda. Las clases sociales habían dejado de existir a manos de un virus que ponía negro sobre blanco las fragilidades del sistema. El abrazo entre ricos y pobres era el sonsonete llorón de un tiempo sometido a la devastación. Una cantinela dispuesta a propagar y hacer creíble una retahíla de mentiras. Y digo mentiras porque el coronavirus seguía al pie de la letra los dictados de un capitalismo que no tardaría nada en mostrar públicamente sus crueles dimensiones desigualitarias.

No era lo mismo poder disponer de segundas y terceras residencias donde refugiarse o donde pasar el confinamiento que vivir en un piso normalito. No era lo mismo vivir en un piso normalito que estar esperando la llegada de un desahucio. Nunca se pararon los desahucios. Incluso hubo más que antes de la pandemia. La riqueza y la pobreza no fueron ni son lo mismo frente al coronavirus. Pues claro que no son lo mismo, digan lo que digan los defensores de las esencias democráticas del Covid. ¿O acaso es lo mismo trabajar en un supermercado que ser futbolista de la selección española? De la selección masculina, claro. La femenina disputa estos días varios partidos internacionales pero nadie ha hablado de vacunar a las jugadoras. Y esa desigualdad social aumenta sus dimensiones cuando hablamos de esos países a los que no llegan las vacunas ni a la de tres. La producción de esas vacunas se la han apropiado los países ricos. Desprecio absoluto a los que sólo existen para que los explotemos, no para acercarles ninguna muestra de generosidad, de una justicia basada en el reparto equitativo de la riqueza y, ahora mismo, de los remedios contra el coronavirus para que su población no desaparezca por culpa de la peste. Se ha exigido por parte de muchas instituciones de salud pública y buena parte de la ciudadanía la liberación de las patentes para que la producción genérica llegue a todos esos países en las mismas condiciones que a los demás. No habrá inmunidad segura hasta que las vacunas lleguen a todas partes. Pero eso les da igual a los fabricantes de desigualdades sociales, económicas, culturales… Les da igual que la gente se muera si esa gente ya no es gente ni nada, sólo algo que ni siquiera es humano porque hemos deshumanizado la pobreza a unos niveles de vergüenza.

Me daba la risa cuando escuchaba eso de que el Covid era un ejemplo perfecto de democracia. A estas alturas del desastre esa risa se ha convertido en una mueca de amarga constatación: con virus o sin virus, en este sistema de cerril segregación social y económica, los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Y en ese panorama nada complaciente, conviene que nos hagamos una pregunta: ¿vacunas para todos? Pues claro que sí, es la respuesta. Pues claro que sí.