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MÚSICA CRÍTICA

Lo que fue, es y será

Una escena del «Réquiem» de Mozart en Les Arts. | EP/JORGE GIL

Reflexión. Acaso sea ésta la palabra que mejor refleja el trabajo dramático plasmado por Romeo Castellucci (1960) sobre músicas de Mozart, fundamentalmente de su famoso, inacabado y peliculeado Réquiem. El montaje escénico, coproducido por el Palau de les Arts y estrenado con éxito no exento de polémica en el Festival de Aix-en-Provence en julio de 2019, ha llegado finalmente a València el jueves para inaugurar la temporada 2021-2022. ¡Un acontecimiento!

De la mano del eterno Mozart y armado en su ingenio escénico y sabiduría teatral, Castellucci ha cuajado un acabadísimo trabajo; un verdadero alarde conceptual en el que reflexiona sobre la realidad inexorable de la muerte desde una visión que, sin despojarse del negro asociado a ella, se recrea gozosa en colores, danzas y festejos. La «extinción» de todo, hasta el renacer. Una impactante «celebración de la vida». Pura y feliz. A lo Wagner en el Ring, con una emocionante escena final en la que un bebe, absolutamente solo en el centro de la inmensa escena, agita con vital alborozo sus bracitos en el aire. La historia «inextinguible» de la humanidad. Quizá.

El inicio es verdaderamente espectacular, con una señora en camisón que es engullida por su propia cama, que se convierte pronto en catafalco. Del sueño a la «muerte». Suena Mozart. ¡Qué mejor manera de irse de este perro mundo! Al retirar el túmulo, el cadáver -que ya no lo es-, cae al suelo, renacido en un mundo plásticamente fascinante, más castellucciano que celestial. Acaso sobren cosas, como algunos bailoteos de aires pseudo-folclóricos que recuerdan más a los de la Sección Femenina que al espectáculo de sobresaliente factura teatral que los enmarca. O la interminable, chapucera y demagógica retahíla de monumentos, ciudades, hechos y conceptos que se proyectan como «extinguibles», incluido el propio Palau de les Arts, la Estación del Norte y, si nos descuidamos, hasta usted y yo. Todo termina y se extingue, «por fortuna», sostiene Castellucci, para quien «la belleza es posible únicamente porque termina». Es una opinión.

La iluminación, el movimiento escénico, la escueta pero sofisticada escenografía... Todo rezuma calidad, dominio teatral y abundancia de ideas, siempre muy determinadas y claramente expuestas. Un mundo feliz nada huxleyano y ambiguo, cargado de colores, tinieblas, desnudos, cánticos, bailes y «bailoteos» y desmoronamiento. También de grandes silencios y tiempos congelados, imposibles para un público de estreno, sí, pero de tercera, cargado de impertinentes teléfonos móviles, abanicos, pulseras; parlanchín y abrecaramelos, que dio un espectáculo bochornoso, casi tan estremecedor como el del escenario, pero al revés. ¿Cuándo será posible disfrutar en València de un espectáculo acompañado del silencio de Madrid, Barcelona, Berlín, Londres, Viena o cualquier otra capital musical de importancia?

Castellucci roza el cliché de «enfant terrible», pero aquí no hay provocación, sino convicción, ideas y talento para plasmarlas. Plantea una reflexión polícroma, aguda y rotundamente conmovedora sobre lo que fue, es y será. Lo que fuimos, somos y seremos. Más seductora que turbulenta, que encuentra la implicación, casi ineludible por obvia -la muerte nos afecta a todos-, de un público que, aún en la posible discrepancia, acaba rendido ante el derroche de virtuosismo escénico e ideas de un espectáculo pletórico de efectos y calidades. La escena final, con el gran lienzo final, configurado por un suelo que se levanta inclinándose hacia la verticalidad, arrojando al vacío todo lo que habita sobre él con una virulencia, crudeza y sonoridad que recuerda las imágenes bellas y terribles del volcán Cumbre Vieja, es de un impacto absoluto, casi tan potente como la inesperada irrupción del niño cantor junto al podio del maestro, y, finalmente, el bebé de los brazos al aire.

Musicalmente esta feliz inauguración de temporada también alcanzó la excelencia. Por todo. De entrada, por un James Gaffigan que bordó un Mozart cargado de intención, transparencia, sensibilidad y genio. Con un lenguaje y gesto cargados de verdad, fuerza y naturalidad. Cuidó admirablemente el sonido, y calibró con maestría innegable foso, coro y solistas. Y lo hizo en unas condiciones nada fáciles, con un coro cuyos miembros no paraban de actuar y cambiar de ubicación, y un cuarteto solista igualmente volátil y movedizo. Para quien suscribe, su mejor trabajo hasta la fecha en València.

Pero el primer cum laude tiene que ser para el Cor de la Generalitat, que lleva años, décadas, conviviendo con el Réquiem de Mozart. Es difícil, quizá imposible, encontrar en España un conjunto coral de semejante calidad, ductilidad y disponibilidad para todo. La involucración con el podio y con la propuesta escénica, más allá de posibles divergencias, revela la profesionalidad de un conjunto que es, dígase claro, un orgullo para la cultura valenciana y española. Como también la aún joven y versátil Orquestra de la Comunitat Valenciana, capaz de brindar un Mozart de una calado instrumental, individual y colectivo, absolutamente inédito en su entorno geográfico.

De campanillas era también el quinteto solista, con una Sara Mingardo tan excepcional como siempre. La soprano Elena Tsallagova, el tenor Sebastian Kohlhepp, el bajo Nahuel di Pierro (viejo amigo de la casa desde los tiempos de Helga Schmidt), y el valiente niño soprano Juan José Visquert, de la Escolania de la Mare de Déu dels Desamparats, que abrió y cerró el espectáculo entonando pasajes gregorianos a capela (¡ya tiene agallas el chaval!), fueron coprotagonistas esenciales de este «réquiem» en forma de reflexión que nadie debería perderse. Aunque fuera para abuchearlo. Lo puede hacer esta misma noche sabatina o los próximos días 3, 6, 8 y 10 de octubre.

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