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Crítica

El triunfo cántabro del «hombre-orquesta»

El triunfo cántabro del «hombre-orquesta»

El timbalero y baterista Javier Eguillor (Xixona, 1975) es, desde hace tiempo, uno de los grandes y más activos músicos de la Comunitat Valenciana. En su firme empeño concertístico, ahora ha estrenado con carácter mundial la versión sinfónica de la Suite para batería solista y banda de concierto, del estadounidense David Mancini. Lo ha hecho en el espacioso Palacio de Festivales de Cantabria, arropado por el acompañamiento eficaz y atento de Vicent Pelechano, maestro de evidentes competencia y sensibilidades, que calibró con efectiva meticulosidad las energías y entusiasmos de los jóvenes profesores de la Sinfónica Juvenil UIMP-Ataúlfo Argenta, orquesta residente en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de la que el maestro de Alfarp es titular desde 2017.

Apoyado en su virtuosismo instrumental y talento artístico, Javier Eguillor recrea la renovada suite de Mancini desde una perspectiva apasionadamente instrumental, que reivindica y exhibe la fuerza expresiva de la batería más allá incluso de su esencia rítmica. Deslumbra, desde luego, el virtuosismo espectacular, pero, sobre todo, el modo en que el intérprete ennoblece el alarde técnico para elevarlo a la categoría de arte sonoro. Hubo en los compases de Mancini escuchados en Santander en primicia mundial un inmenso caudal musical, de dinámicas, de ritmos y contratiempos, de pulsos y acentos, de progresiones, colores y registros. De imaginación no reñida con el rigor; de música bien dicha. La frase no es nueva, pero de existir el «hombre-orquesta», éste sería Javier Eguillor, quien se funde con la batería y su océano de artilugios sonoros para conformar esa homogénea unicidad de instrumento e intérprete en la que es difícil adivinar donde comienza uno y acaba lo otro.

La suite de Mancini ha arribado al mundo sinfónico de la mano orquestadora de Jesús Salvador , «Chapi», quien ha respetado el universo melódico y brillante originales, para mantener las esencias y colores de una obra que Eguillor, apóstol de la música del estadounidense en España, ha tocado reiteradamente en escenarios españoles e internacionales en su versión original. Ahora, en la nueva transcripción, la suite mantiene los refulgentes esplendores primigenios, pero queda enriquecida por las sutilezas que brinda la policroma paleta de la gran orquesta sinfónica. El triunfo fue unánime y caluroso, con un Palacio de Festivales a media entrada, pero que aplaudió con ganas y entusiasmo. Al éxito tampoco fue ajeno el fino acompañamiento de los jóvenes sinfonistas cántabros y de su titular. Como propina, solista, maestro y atriles regalaron la más que brillante Paconchita, «obertura latina» para batería y banda sinfónica del alicantino de Novelda Óscar Navarro (1981).

El estreno de Mancini llegó arropado en un inteligente programa de inspiración francesa, en el que los jóvenes profesores cántabros -que tienen el honor de ser nominados bajo el nombre insigne de Ataúlfo Argenta, su paisano inolvidable-, y su titular Vicent Pelechano surcaron compases arriesgados y comprometidos. No solo por la desnudez sin escondrijos de sus pentagramas, sino también por sus intrincadas escrituras. Salieron bien airosos del reto, en lecturas que, más allá de cualquier tropiezo puntual, dejaron asomar virtudes y hasta maravillas. Se lucieron particularmente el violín-concertino en la Danza Macabra de Saint-Saëns, el flauta solista en La Arlesiana de Bizet y la orquesta en su nutrida plenitud en un risueño Un americano en París cargado de contento y resonancias de ambos lados del charco. Una orquesta que es un orgullo para Cantabria, para la tierra de Ataúlfo Argenta, pero también para la nueva música española. El éxito impuso que el largo programa, desarrollado sin intermedio, se prolongara aún con la recuperación del final feliz de la suite de Mancini. ¿Qué mejor para terminar el condenado 2021?

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