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El viaje

Paisaje desde la terraza

La distancia de un sitio a otro no existe. Dicen que la llevamos en la cabeza y que también en la cabeza viajan con nosotros la casa antigua y lo que en ella nos acompañaba. La literatura concede a los viajes algo nebuloso que se parece a los sueños. Un día miras por la ventana y te inventas que más allá de las montañas hay un mundo desconocido que se abre a la imaginación, como cuando pintaba Cézanne el mar y los tejados de Marsella desde las terrazas de L’Estaque. El tiempo tampoco existe y por eso ir de un sitio a otro sólo requiere apretar fuerte los ojos y pronunciando abracadabra verás que ese sitio no lo habías visto antes en ningún mapa, como si no hubiera existido hasta el instante mismo en que la palabra mágica te lo descubre en medio de una mezcla extraña de curiosidad e incertidumbre.

Cuando voy en el coche por entre los montes de la Serranía, siempre pienso que de repente se me cruzará un dinosaurio y buscará sin mirarme, apaciblemente, la otra orilla de la carretera.

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Cuando voy en el coche por entre los montes de la Serranía, siempre pienso que de repente se me cruzará un dinosaurio y buscará sin mirarme, apaciblemente, la otra orilla de la carretera. Ya sé que es de risa lo del dinosaurio, pero se me han cruzado jabalíes, liebres, conejos, zorras, perdices con sus pasitos saltarines, erizos más lentos que el caballo del malo en las películas de John Wayne… Y por algo se empieza. Un día, como se cuenta en la película de moda, No mires arriba, se estrellará en la Tierra un pedrusco mil veces más grande que la Peña María y todo se irá al carajo. Será el momento en que los dinosaurios que recorrían las tierras de Losilla, Alpuente y Aras de los Olmos volverán a ser los amos del planeta y nos los cruzaremos en nuestros autos de picapiedra como ahora los conejos, las liebres, los jabalíes y las perdices con sus pasitos saltarines.

La casa es más vieja que la tos. Año 1899, pone en la cantarera. Necesita algunos apaños. No muchos, es verdad. Pero sí algunos. Así que mañana lunes la abandonaremos un par de meses para que le hagan una cirugía reparadora, como suele anunciarse en los folletos de las cremas para la piel. Del centro del pueblo a la periferia. En todas partes existen las periferias. Y la que me espera es un auténtico viaje a la infancia, que es uno de los viajes en que más inventamos porque los recuerdos casi nunca dicen la verdad, aunque a veces no nos demos cuenta. No es que los apartamentos sean un prodigio de arquitectura. Antes al revés. Rompen el paisaje natural y son como una postal de cemento marrón tendida sobre el río. La maravilla es que desde la terraza casi tocas el agua y las montañas. Y a la espalda, lo más extraordinario: las trochas por donde encabritábamos de críos las tardes sin escuela, esas eras donde el abuelo Claudio nos dejaba tumbarnos en el trillo al paso lento y cansado de un burro sin nombre, la cueva de Royopellejas que tanto sale en mis novelas y aún tiene las paredes rocosas tiznadas por el humo de un incendio que según cuentan le costó la vida a una mujer. Las tardes de fútbol con balón de trapo o de goma que imitaba a los de verdad en los partidos que celebrábamos en las dos eras juntas. Ya no queda nada de ese paisaje. Tal vez sólo en la memoria, que es el lugar donde dejamos caer muchas veces lo que vivimos o lo que inventamos.

La infancia es el relato de una inexistencia. Nos la llenaron de cuentos chinos porque la realidad no era precisamente para echar cohetes.

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La infancia es el relato de una inexistencia. Nos la llenaron de cuentos chinos porque la realidad no era precisamente para echar cohetes. Pero ahí andábamos, pelándonos el culo en la piedra esbarosa o cazando pájaros con cepos de alambre fino en las eras cuando era invierno. Aquí plantaban su carpa los titiriteros y de ahí saldría la historia novelesca del payaso Charly, que se enamoró de una chica del pueblo y ya no siguió con su troupe por los caminos embarrados de aquella España gris cegada a la esperanza. En la ladera de la montaña se ven los campos abancalados que dejó a la vista el incendio de hace nueve años. Y los viejos pajares que son como ruinas de una arquitectura antigua, como la de la casa de la calle Larga que se levantó cuando acababa el siglo XIX y ahora verá cómo una leve, muy leve parte de las tripas le suenan a cosa nueva, a tiempos modernos sin arrebatos artísticos, a liquidación de un tiempo que tantas veces vivimos de rebajas sin que nadie nos dijera que había otra manera de vivir lejos de la oscuridad y el desconsuelo.

Las distancias no existen. Las llevamos en la cabeza. Del centro de Gestalgar al extrarradio que les cuento hay lo que tarda un dinosaurio en cruzar la carretera delante del coche sin mirarnos, como si el tiempo de antes y el de ahora se juntaran en un viaje a la infancia que, lejos de fantasías nostálgicas, siempre será una infancia inacabada. Como todas las infancias. Como todas.

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