Un teatro es la invención que mujeres y hombres han ideado para protegerse de los peligros que les amenazan. Pero no hablo hoy del arte teatral, sino del edificio diseñado, construido o acondicionado para hacer teatro. Y esa invención ha mostrado su capacidad para resistir en la actualidad ante diversos frentes y varias amenazas que me han hecho pensar.

Por ejemplo, ante los virus pandémicos. Quienes tienen las llaves de ese edificio y la caja de su funcionamiento comercial dicen que el teatro es el lugar más seguro. Y lo es, en efecto, porque su actividad facilita el acceso, la disposición de espectadores y actores, y finalmente la salida ordenada de todos. Y eso es porque en esos espacios, al público se le acomoda, pero también se le retiene en las butacas, si quiere disfrutar del arte teatral.

Hay otras amenazas. Por ejemplo, las bombas. Frente a esos artefactos, tan rentables en el mercado de las guerras, el edificio teatral, aun manteniendo su esquema arquitectónico, se reinventa. Ocurrió en 1993, cuando se desmembró violentamente el falso artificio de la Yugoslavia. Hasta el punto que Susan Sontag, fue a Sarajevo y refundó el teatro en un sótano bajo escombros y bombas, para representar a la luz de las velas, una pieza, claro, del enigma de lo absurdo: Esperando a Godot.

Y ahora mismo, en Kiev, en una sala alternativa incrustada en un sótano, único lugar para el teatro cuando los orgullosos edificios teatrales han caído o van a ser derruidos. Mientras tanto allí, y bajo los misiles, dos actrices – Alina y Anabel- han rescatado una dimensión que fue fundante del teatro en sus orígenes: compartir. Compartir, esta vez, comida, agua y medicinas. Un extraño banquete de solidaridad. Un espectáculo de supervivencia.

A veces no es posible el subterráneo. Ocurrió en el año 2002, en Moscú. No justificaré el asalto de un comando de chechenios al Teatro Dubrovka. El nudo de la cuestión está en los 120 rehenes. Y, sobre todo, el modo de resolver el secuestro, ya que el gobierno ruso acabó recurriendo a un método que, a lo que parece, aún se utiliza con los opositores: el veneno. En aquel caso un gas mortal inyectado en todo el edificio. Resultado: en el teatro, ya liberado, se hallaron unos 170 muertos, sumando terroristas y rehenes. Ahora hace 20 años. Pero no quisiera mirar las cosas neutralmente. Ni daré su nombre, pero un ocupante del edificio, en 1999 murió durante el asalto de la policía al Teatro Princesa de València.

Y ahora, Ucrania.

Shakespeare es la mayor franquicia mundial, al menos en el mercado del teatro. Su inmensidad, ya libres sus derechos de autor, proporciona una y otra vez la oportunidad para acercarse a ese otro edificio del teatro que es Shakespeare, inaccesible a toda actualización, las acertadas y las fallidas. Pero no es el único autor posible. La actualidad sugiere otro texto de otro monstruo, Lope: Lo fingido verdadero. Allí, un actor pagano interpreta a un cristiano mártir, pero acaba asumiendo ese papel hasta el punto ser él mismo ajusticiado.

Por casualidad ahora esa obra está en los escenarios. Pero yo quiero destacar que Zelenski era un actor, ahora Presidente de Ucrania. De nuevo, el teatro y la realidad se solapan y se nutren mutua y extrañamente. Espero que la guerra acabe, y que Zelenski no tenga el final que para aquel actor decidió otro emperador. Lo deberíamos reivindicar las gentes del teatro. En cuanto a mí, escribo para reclamar la paz y para manifestar, una vez más, mi admiración ante el misterio del oficio actoral.