Un taxi la deja en el Hôtel des Arcades. En el vestíbulo oye una frase que debería tranquilizarla. Una anciana dice a otra: Hace doce años que paro en el Hôtel des Arcades. Si no estuviese satisfecha, no vendría». Este párrafo no lo he sacado de un folleto publicitario, sino de una de las novelas más hermosas que he leído en mi vida: ‘Las casetas de baño’. La leí recién publicada, en el mes de febrero de 1983. No conocía ningún otro libro de su autora: Monique Lange. Luego supe que trabajaba en la prestigiosa editorial francesa Gallimard. Alí conoció a Jean Genet y un día llegaría como un pardillo Juan Goytisolo, a ver si le daban algún trabajo. No tardarían en casarse y en la novela salen bastante la vida y la escritura que vivieron juntos y por separado. Cuando voy a París, me gusta pasear por el barrio del Sentier y detenerme un instante delante de su casa, en el 33 de la Rue Poissonnière. No sólo con los Beatles y Faye Dunaway en ‘Bonnie and Clyde’ alimenta uno sus mitologías más o menos confesables. A la mujer que se inventa Monique Lange la llenaba de fantasmas su pasado y aquí, según su médico, encontraría el reposo que necesitaba: «A usted, lo que mejor le iría es Bretaña. Creo que le sentará bien Roscoff». Ya al final del primer capítulo, cuando ve el relajado ambiente que se le ofrece en la llegada, empiezan a desaparecer los malos rollos: «Sobre Roscoff pasa un ángel. La joven mujer, desde el fondo de su pena, no puede dejar de sonreír».

clic

El miércoles pasado llegué a Roscoff a media tarde. Dejé el coche en el aparcamiento del Hôtel des Arcades. Seguía abierto después de tantos años. A veces la realidad y la ficción son casi lo mismo. Vine a Roscoff, no por prescripción médica sino para participar en la Universidad de Brest en un Coloquio sobre el exilio en la guerra de España y en la Segunda Guerra Mundial. Ya había estado varias veces en Brest, pero nunca pude visitar -apenas a una hora de distancia- la ciudad protagonista de la novela de Monique Lange que tanto me había impresionado. Ahora decidí que de ésta no pasaba. Y me quedé dos días en Roscoff y el Hôtel des Arcades. Como la protagonista de Monique Lange hace cuarenta años.

Llovía el día de mi llegada, como tantas veces en el Finisterre. Desde la habitación del hotel se veía el mar. O mejor: la habitación estaba colgada sobre las rocas contra las que chocaba sin compasión el agua encabritada. Sería el cabreo. Por lo que está pasando en todas partes. Lo que me decía el tío Bulla con su anarquismo de frases para enmarcar: mires pande mires to es mortífero. Le sobraba razón. Todo el mundo anda con el morro torcido. También el mar, que me recibía como si yo fuera su enemigo. Me habían dicho que hay dinero en Roscoff. Gente con pasta. Ciudad balneario. Tratamientos de talasoterapia o algo parecido. Por eso era un buen sitio para la protagonista de ‘Las casetas de baño’. Fue dejar las cosas en la habitación, abrir el ordenador en la mesa junto a la ventana y presentarse una visita inesperada. Una gaviota. Ahí se queda, al otro lado del cristal, tan pancha. Como si quisiera conversación. Le pregunté si sabía quién era Alberto Núñez Feijóo: es tu nuevo jefe, le dije. Ponía los ojos raros, como si no me entendiera. Si tuviera influencia, haría lo posible para que la invitaran los suyos al Congreso de Sevilla. Pero no la tengo. Pobre bicho. Se quedará sin aplaudir con las alas al viento la exaltación del líder recién estrenado.

Mi ángel en Roscoff, como en toda la Bretaña, son las creperías. Me chiflan. En París la rue Odessa, en Montparnasse, está llena de creperías. Me lo chivó hace años mi amigo, el escritor italiano Roberto Ferrucci, y desde entonces intento no fallar en ninguno de los viajes. Como tampoco fallé la noche de mi llegada en la de la Poste, que está en la misma calle del hotel. Al volver, todo era de color naranja. El bellísimo crepúsculo sobre las aguas marinas en Roscoff. El viernes salí para Brest. Me esperaban viejos amigos a quienes no veía desde hace años. La pandemia nos partió la vida en no sé cuántos pedazos. Ahora hay que recomponerlos. No sé qué pasará en Ucrania. Las guerras son una mierda. Siempre las pierden los mismos. Y también las ganan los de siempre. La vida, según para quién, no vale nada, como si fuera un corrido mexicano de José Alfredo Jiménez. Los exilios que salieron en las jornadas de Brest se repiten tantos años después en muchos lugares del planeta. El horror no entiende de tiempos ni fronteras.

Tampoco los buenos libros entienden de fronteras. La mujer sin nombre que protagoniza ‘Las casetas de baño’ dice: «Los libros son el camino que lleva a todas partes». A mí me llevó a Roscoff, precisamente, esa novela extraordinaria. Cuando salí del Hôtel des Arcades la marea había bajado y los barcos parecían esculturas blancas ancladas en la arena. Les hago una foto. Y otra a la gaviota que acaba de regresar a la ventana. Clic. Y al poco rato me pongo a escribir esta columna. Clic.