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Algo personal

TRÍO DE ASES

TRÍO DE ASES

Nunca me subí de actor a un escenario. Bueno, creo que cuando estudiaba bachiller en la Academia Edeta de Llíria sí que lo hice. La obra la había escrito don Antonio Esteve, uno de nuestros profesores que si no recuerdo mal era de Cheste y una bellísima persona. Yo salía tres o cuatro minutos y ni siquiera recuerdo si tenía frase. En algún momento alguien decía unos versos de Rubén Darío. Igual me lo estoy inventando todo, que a veces es la mejor manera de contar la realidad. Quien sí que era un buen actor era mi padre. Eso me cuentan quienes tienen ya muchos años en Gestalgar y en la comarca de la Serranía. La guerra y la condena que vino luego le partieron esa vocación que nunca lo abandonaría. Y siguió siendo hornero toda su vida. Guardo algunas fotos de entonces, incluso una de ellas ilustra la portada de mi novela Otro mundo. Una imagen de El idiota, no la obra de Dostoievski sino la de un dramaturgo español de principios del siglo XX cuyo nombre se borró de mi memoria, como tantas otras cosas.

A mi padre le chiflaba Paco Rabal. Era su ídolo. Creo que los juntaba su condición de clase. Me contó muchas veces que Rabal había empezado de electricista en los estudios de cine. Y desde ahí había llegado a ser, según él, el mejor actor del mundo. Tenían, eso sí, una voz muy parecida. Sólo lo vi actuar una vez: cuando hacía y dirigía el Tenorio un primero de noviembre en el cine de mi pueblo. Yo tendría tres o cuatro años y me cagué de miedo cuando salieron los muertos envueltos en sábanas al final de la obra. Sí que recuerdo que, cuando bajó el telón, Matías, que hacía de Luis Mejía, cayó muerto por la espada de mi padre y su cadáver se quedó medio dentro y medio fuera del telón. Entonces no había marcas en las tablas y cada cual se movía por el escenario como buenamente podía o se imaginaba. A veces, me cuentan, se oía más al apuntador que a los personajes en el escenario. ¡Qué tiempos aquellos del teatro!

Esto que acabo de escribir, y lo que escribo ahora, quiere ser un breve y sentido homenaje a un actor al que admiro muchísimo. Estuvo en València hace unos días. En La Rambleta. Y no pude ir a verlo, ni la obra que representaba: Un hombre de paso, de un autor y director de cine que admiro también profundamente: Felipe Vega. Habla de un ficticio encuentro entre Primo Levi, sobreviviente en un campo nazi de exterminio, y un miembro de la Cruz Roja que fue testigo de aquel horror. Completa el grupo una periodista que pregunta sobre eso tan incomprensible que es el horror del Holocausto. La fragilidad de la memoria, sus lagunas, sus a veces terribles contradicciones. La actriz es Natalia Hernández y el enfermero Juan Carlos Villanueva. Dirige la obra Manuel Martín Cuenca. Me la perdí. Vivir lejos de casi todo condiciona a veces tus gustos y aficiones. No he escrito todavía el nombre del actor a quien está dedicada esta columna: Antonio de la Torre. Malagueño y periodista. Me han hablado mucho de él mis amigos Antonio Somoza y Adela Galdón, paisanos y colegas suyos de cuando coincidieron a finales de los ochenta en el diario Sur, y en los ratos de ocio se sumaba al grupo Mila Lapedriza para completar un tiempo y unas vidas que ninguno de ellos ha olvidado.

He visto casi todas sus películas. Sólo lo vi en persona personalmente (como diría el simpático Catarella, el personaje de Andrea Camilleri) un año en que la Cartelera Turia le concedió uno de sus premios. Allí nos mostró algo que desde Antonio Machado repetimos con insistencia: es, además de uno de los mejores actores que conozco, un hombre bueno. Lo que desprende Antonio de la Torre es que, a pesar de que la maldad esté ahora mismo en el ranking del mercadeo moral, las buenas personas existen. Me creo a este actor dentro y fuera de los escenarios. Y eso no pasa todos los días ni con todos los nombres. Tengo la inmensa suerte de conocer en ese mundillo tan complejo y difícil a mucha gente cuya amistad me llena de orgullo. Entre otras razones porque a mi padre le hubiera llenado de ese mismo orgullo poder conocerlos. Y no te veas ya si hubiera podido encontrarse un día con Paco Rabal. Lo mismo, estoy seguro, que habría sentido si hubiera conocido al protagonista de La isla mínima, El reino o La trinchera infinita.

Esta columna va por los dos. Por Antonio de la Torre y por mi padre. Y por todas esas humildes compañías que en la oscuridad del franquismo iluminaban con sus variados repertorios aquellos pequeños teatros perdidos en el culo del mundo, como cuenta Fernán Gómez en esa inmensa película que es El viaje a ninguna parte. Mi padre se llamaba Claudio. Era hornero y, según dicen, un excelente actor aficionado. Juntarlos a él y a Antonio de la Torre este domingo me hace feliz. Y también me llena de orgullo imaginarlos juntos en el mismo escenario. Ya sólo faltaba que Paco Rabal hiciera de testigo en ese encuentro. Menudo trío, ¿no? Menudo trío…

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