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Crónicas de la incultura

La feria de las vanidades

Este año Halloween me ha cogido con el pie cambiado. Resulta que, en vez de preparar amorosamente las bolsas de caramelos para sobornar a los pequeños sinvergüenzas que me visitan cada víspera de Todos los Santos, me he pasado el mes ocupado con la feria del libro. Hoy una presentación en una caseta, mañana una conferencia, al otro una mesa redonda y en este plan. Cosas de la pandemia: las Fallas fueron en septiembre y la Fira del Llibre de València está siendo en octubre, de hecho acaba mañana. Estoy agotado. Supongo que en 2022 ambos eventos volverán a su horario habitual que es la primavera, la que la sangre altera y nos predispone a hacer locuras.

¿No estará usted confundiendo el culo con las témporas? ¿Qué tiene que ver Halloween con la feria? Pues, mire –le contesto irritado a mi interlocutor– las témporas de otoño acaban de celebrarse el 15, 16 y 17 de septiembre, en plena feria del libro de Madrid, así que no andaré tan descaminado. Curioso país este en el que la gente tan apenas lee y las librerías van cerrando una tras otra, pero las ferias del libro se han vuelto festejos de obligado cumplimiento. Para mí que tienen que ver con la literatura lo que Halloween con el recuerdo a los difuntos, es decir, casi nada. Por eso las dos fiestas se parecen tanto: las del libro están diseñadas para supuestos adultos y las de trick or treat para supuestas criaturas inocentes, pero ambas vienen a ser frutos de la misma cosecha. En la fiesta de Halloween los niños van de bruja, esqueleto, monstruo, y en la feria todo quisque anda disfrazado de feriante, unos de genio del bestseller, otros de charlatán de feria y otros de siniestro editor que rehúye a los escritores. Los espectadores, que somos los sufridos parientes en un caso y los no menos sufridos lectores en el otro, hacemos como que nos creemos la engañifa: cuando un niño se acerca disfrazado, haces como que te asustas; cuando un escritor te lee un pasaje de su nueva novela, aunque te asustes, haces como que te interesa. Donde no hay simulación es en el hecho de rascarnos los bolsillos: los críos cobran y los del gremio de la pluma, unos más que otros, también. Por lo demás, los disfraces de Halloween suelen guardarse en un cajón hasta el año siguiente y muchas compras de la feria del libro languidecen encima de cualquier silla. No me imagino a Cervantes, a Ausiàs March o a Virginia Wolf pregonando sus obras en un tenderete como quien anuncia un crecepelo. Aunque vaya usted a saber. Per angusta ad augusta.

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