Allá por 1995 Felipe González pronunció una de sus misteriosas elucubraciones: «Yo soy la solución y el problema». Los casos de corrupción asolaban la legislatura, el PP avanzaba en las encuestas y el PSOE buscaba y no encontraba un reemplazo para González, que se veía con esa doble imagen en el espejo. Él, que había sido la solución para hacer ganar las elecciones a su partido, comenzaba a ser el problema para poder volver a ganarlas.

Salvando las siderales distancias, la misma frase y la misma situación paradójica cabría aplicar a Pedro Villarroel Guzmán en relación con su pequeña patria sentimental del Levante UD.

La historia sería más o menos ésta: tenemos a un Valencia CF representando a la burguesía, a las instituciones y a la geopolítica. Y a un Levante UD, con el atractivo de todo aspirante, como una alegoría de las pymes, de las clases populares, y según Ferran Torrent de los obreros del Grao, las izquierdas y las clases populares. Aunque esa es una estampa estática del pasado; hoy el espectro demográfico y social es mucho más amplio.

Ambas juntas directivas son burguesía pura y dura, plutocracia, y más bien de derechas. Es el tipo de gente que disfruta del rango social sobrevenido en los palcos vip y sus concomitancias con el poder político, también asiduo al palco de las maniobras. La afición, afortunadamente es como es y tiene ideas propias. Pero, ideológicamente, los consejos de los clubes no son una representación social, sino del capital. Casi lo opuesto. Es uno de los atractivos perversos del fútbol: su dicotomía, sus vehementes paradojas; sus atentados a la razón entre gente habitualmente más que razonable.

Es evidente que un club creció mejor que otro; más apoyado y mejor dirigido. La trayectoria del LUD, hasta que se entró en la modernidad de la conversión en sociedades anónimas sujetas a publicidad, responsabilidad y transparencia, estuvo en manos de unos directivos tan voluntariosos como a veces manirrotos, con algún episodio que rondó lo delictivo y que llevó al club al borde del abismo.

La solución

La figura de Pedro Villarroel, de limpios genes levantinistas transmitidos por su tío Antonio Villarroel Edo, aparece y comienza a engrandecerse a partir de la conversión en sociedades anónimas a principio de la década de los noventa. La afición estaba desmoralizada por los desastres deportivos, las peñas habían sido saqueadas con derramas a fondo perdido para sufragar déficits crónicos y evitar la desaparición de la entidad. Cuando llegó el momento, se vendieron al menudeo unos miles de acciones. La burguesía y los industriales locales ya estaban ocupados en otra conversión más lustrosa, la del VCF. Las masas populares granotas ni daban más de sí, ni tenían un sobrante de confianza, ni entendían demasiado los aspectos técnicos y jurídicos de la operación.

En esa coyuntura surgió la figura de Pedro Villarroel, que suscribió un alto porcentaje de acciones que fue aumentando en sucesivas ampliaciones de capital. Fue el «caballero blanco», en este caso azulgrana, que salvó a la sociedad en una coyuntura delicada. Aunque también tuvo la perspicacia de adivinar que por un desembolso insignificante adquiría, junto al pasivo, una considerable porción de un patrimonio inmobiliario que el futuro revalorizaría. Y, en efecto, así ocurrió.

Como siempre hace, entró en la gestión del club a través de quien fue su primer testaferro, Abel Guillén, en la temporada 1994-1995, tras la frustración de un ascenso a 2ª en un extraño partido ante el Écija. Antes ya perteneció a la junta directiva de Ramón Victoria. Y es público y notorio que en esos años su gestión para deshipotecar al club y liquidar sus deudas le acreditaron como un gestor expeditivo.

EL PROBLEMA

Hasta ahí la parte de la solución. Su otra cara, la de Villarroel como problema, se desveló luego, cuando había que convertir un club saneado en un club moderno, deportivamente organizado, con adecuada planificación y estructura, viable y de futuro, y no en un juguete en manos de un autócrata.

En ese aspecto las sombras se apoderan de las luces. A pesar de la aparente paz económica obtenida, el club se convirtió en un tobogán de ascensos y descensos. En su versión más estridente Villarroel se ganó el dudoso honor de ser el mayor verdugo de entrenadores de la historia del fútbol español, incluso más depredador que el propio Jesús Gil. Sus hazañas son impresionantes: sólo en los tres últimos años destituyó a Schuster, a Oltra y a López Caro porque no estaban cumpliendo los objetivos. Pero cesó también a Mané y a Preciado porque sí los habían cumplido. ¿Se puede pedir más

En el aspecto deportivo no se puede negar su ambición de engrandecer el club y hasta su buen gusto por los buenos jugadores. Pero con una planificación errática y personalista, a unos costes desorbitados y desproporcionados con los medios disponibles. Los jugadores de nivel medio de toda España desean venir al Levante UD porque paga altos emolumentos, pero su ciclo contractual es frecuentemente abortado desde la cúspide y es difícil transferirlos porque ningún otro club puede asumirlos.

En una época se le acusaba de firmar contratos demasiado cortos y de que el club era una frenética pasarela de futbolistas que cambiaban con tal rapidez que sólo los mejores fisonomistas eran capaces de identificarlos cada domingo. Ya en la Primera División la política cambió: ahora los contratos eran largos. Pero a unos se les despedía antes de terminarlos, con costes de indemnización, porque el fichaje estuvo mal aconsejado y a otros se les renovaba prematuramente antes de terminar la temporada. Sin ningún objetivo porque al empezar la siguiente eran transferidos o se les dejaban sin ficha, pero con sueldo.

Su comportamiento como personaje público es ciclotímico, patológicamente influido por los resultados deportivos. Dimite con frecuencia y vuelve a reasumir sus funciones, o las ejerce desde la sombra protectora de su mayoría accionarial, en un permanente viaje de ida y vuelta que le ha hecho perder toda credibilidad. Nombra presidentes-empleados, que son muñecos de papel de los que él mueve los hilos tras las puertas, siempre cerradas, de su despacho. Y como domina la sociedad con un gran porcentaje de votos, las asambleas generales son un paseo en barca y las cuentas sociales un secreto o un galimatías.

No soporta la presión mediática, salvo cuando lo hace con el viento de cara. Ante los periodistas se muestra inseguro y a menudo imprudente. Dice más de lo que debe decir, aunque menos de lo que puede. Su presencia mediática no engrandece su imagen, que es uno de los valores añadidos que encuentran los presidentes en su rango sobrevenido, sino que la oscurece. Si Pedro Villarroel se asomara a los foros granotas de Internet se asustaría de la reputación que se ha forjado a pulso. Pero ojos que no venÉ

LA TRINIDAD Y EL ENTORNO

En su gestión dice apoyarse en una extraña trinidad metafísica: la Secretaría Técnica, el Consejo y el Presidente. Tres entes que él asegura que se reúnen y toman las decisiones estratégicas. Pero, en realidad, las tres personas son una sola: él mismo, dueño absoluto y plenipotenciario.

Se le ha acusado de rodearse de consejeros complacientes propensos a la lisonja, agentes astutos y ayudantes asalariados, que asienten incapacitados para la discrepancia, reproduciendo la fábula de Andersen del emperador desnudo.

Pero hasta eso ha comenzado a desmoronarse. Han desaparecido de su corte los Vinaixa, los Catalán padre e hijo, o el eterno Martínez Pujalte, quizás asustados del viaje hacia ninguna parte de un líder empecinado. Hasta le abandonó Angel Rubio, su amigo del alma desde hace más de cuarenta años. Y lo que debería ser un consejo de profesionales, se ha tornado en un grupo de empleados que ejercen más la disciplina laboral que el criterio profesional, inhibidos ante las consecuencias de unas decisiones de las que no se sienten responsables.

EL LABERINTO

Ante ese panorama la Liga de Primera División nace cada mes de agosto como un laberinto peligroso. Nos echan el aliento las bestias del descenso; los árbitros, es cierto, no son ni serán uno de los nuestros. La frágil moral del preboste y de la afición dependen del próximo, o del último, resultado. Y todos se preguntan, sin atreverse a hacerlo en voz alta, ¿y después de Villarroel, qué El mismo grito angustioso que se hacen los súbditos de todas las dictaduras. Porque él, que fue la solución es, ahora, el problema.

Nadie sabe, ni siquiera él mismo, cuál será la próxima decisión de este hombre que fue providencial, que tiende a la incomunicación y al aislamiento, más amigo de la torre de marfil que de la mesa del consejo. Que ama el fútbol íntima y desesperadamente, pero que no siempre puede asistir al palco de autoridades porque no quiere arriesgarse, ni podría soportar, una pañolada de su plebe. Porque tiene un terror irresistible a las masas, cuya justicia ya ha probado. Un hombre que, por sus propios designios, se está quedando solo, absoluta y aterradoramente solo.

En resumen su retrato psicológico muestra a Pedro Villarroel como un Tauro aferrado a las ruinas de un laberinto que él solo ha creado. Un personaje tedioso, complejo aunque previsible, de trato difícil y siempre esquivo. Un hombre que rige su imperio a golpe de decreto-fax, simbióticamente pegado a la pantalla de su teléfono móvil y a los mensajes de SMS, en un tic de adolescente tecnoadicto. Un hombre de flagrantes contradicciones, que empieza a acostumbrarse a sus fracasos. Porque quien fue capaz de gestionar los años oscuros de la escasez, se muestra contumazmente incapaz de administrar y disfrutar del éxito de los años luminosos tras alcanzar el cielo del ascenso. Más de un psicólogo vislumbraría en él una personalidad autodestructiva, de perfiles shakespearianos, con una cierta dimensión trágica.

El Levante UD y el propio Villarroel necesitan salir de este laberinto. Vender las acciones a un proyecto serio y profesional sería la solución al problema. El Levante UD, su afición irreductible, la historia y su propia conciencia se lo agradecerán.

* Socio y accionista del Levante