?Alberto Soldado

azpeitia

En las entrañas de Gipuzkoa, hermosos valles del rio Urola, se alza el pueblo de Azpeitia, vecino de Azcoitia, la patria del legendario Atano III, de quien dicen que fue el mejor pelotari que conocieron los tiempos. Una mañana de octubre, embelesado por el cautivador paisaje, recorres la ruta de Ignacio de Loyola, el santo fundador de la Compañía de Jesús. En la Iglesia de San Sebastián de Soreasu fue bautizado aquel hijo de una acomodada familia azpeitiarra.Y en uno de sus muros laterales, con negra pintura que ha sabido mantenerse durante decenas de años, te sorprende un anuncio: "Se prohibe jugar a pelota bajo la multa de dos pesetas".

Por la cantidad cabe suponer que es prohibición de principios del siglo XX. ¿También se prohibía jugar en estas tierras? También. Sin ninguna efectividad, como se ha podido demostrar. En la misma calle, a unos doscientos metros, un par de chavales se deciden a pelotear en uno de los varios frontones municipales, cubiertos, de los que dispone el municipio. Ellos se divierten con el mismo deporte prohibido un siglo antes.

En el pueblo del santo universal, en aquella iglesia templaria, de estilo gótico, se prohibía jugar a los chavales al pelotear sobre el muro de piedra de sillería. Y a uno le vienen, en esa mañana lluviosa de octubre, muchas imágenes: la de los jóvenes valencianos e irlandeses, entreteniéndose sobre los muros de un pequeño frontón de cuatro paredes que gestiona el cura párroco de aquel pueblo cercano a Dublín; la de pelotaris hispanos de Nueva York en el Central Park, ganándose la vida con el juego de pelota y sus apuestas; la del pequeño frontón del colegio de los jesuitas de Pasto, la capital de Nariño, en Colombia, esperando esperanzados que pelotaris de la patria de San Ignacio se acerquen a recuperarlo; la del cura de Ibarra (Ecuador), que apuesta unos pesos al saque en el partido de chaza; la de aquella plaza de San José de Albán, Colombia, donde los más pobres de la más pobre de las regiones colombianas, sueñan con un partido de "Llargues", de "bote Luzea" , de "Jeu de Paume", entre sus héroes locales, y los llegados de la vieja, odiada y a la vez amada España. Y también la imagen del frontón del Colegio de los Jesuitas de Valencia, en la calle Fernando el Católico, o el de las EEPP San José. O aquel viejo frontón del colegio de los padres escolapios de la calle Carniceros, construidos todos ellos cuando el fútbol no había ganado el alma de los más pequeños.

Un anuncio de negra pintura me trae el recuerdo de aquel ministro vasco que en los más duros tiempos del franquismo obligó a construir frontones en cada nueva escuela; y al "conseller" Tarancón que decretó construir trinquetes en cada colegio valenciano.

Aquellos niños de Azpeitia que peloteaban con el peligro de ser sancionados con el jornal de sus padres ya jugaban como se jugó en el Europilota en las preciosas instalaciones de Massamagrell. Aquellos chavales comprarían las pelotas gastadas de algún viejo artesano y en Massamagrell se jugó con pelotas fabricadas industrialmente.

En aquel tiempo, y en aquella pared, la misma de cualquier iglesia de cualquier pueblo, acogía, sin saberlo, una partida de One Wall o de Handball. Ha tenido que llamarse One Wall para que adquiriese el valor de futuro. Pero el juego es el mismo que el de aquellos niños del pueblo euskaldún, curiosamente, el más torero de todos los pueblos éuscaros.

Sentimientos que fluyen, contradictorios, por el religioso respeto a la historia, a lo propio,y por el devenir, imprevisto, de lo universal.