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El aburrimiento

Ninguna competición como la Copa para conectar con lo que somos. En España todo el mundo sabe silbar porque España es un país de pastores. En otros sitios abuchean pero nosotros silbamos porque de alguna manera esa habilidad ancestral nos representa más que el himno, y no hay que dejar que se pierda, porque se está perdiendo. Yo iba al fútbol con Pepe Agramunt y como no sé silbar me pasaba la tarde diciéndole que silbara por mí, tanto que alguna vez el pobre estuvo a punto del desmayo.

Con el fútbol uno va atravesando diferentes épocas: de aquella adolescente con Pepe, elogio de la queja y la bronca exagerada, pasamos a disfrazarnos de caballeros de la grada. No solo dejamos de silbar sino que nos molestaba la falta de educación en los alrededores. Es algo que florece a menudo en el contraste. A medida que nos fuimos civilizando en la vida fuera del estadio volvimos a tolerar el jaleo en el interior. Ya hay suficiente corsé en la rutina diaria, ya está uno demasiado domesticado, hostia, para ir a un partido a dar y recibir lecciones morales. El fútbol es un teatro que reparte roles y no es obligatorio ser ejemplo de nada. Cuando asumes tu papel, cambia la atalaya y se ve todo de otra manera: una excepción en la que explorar el lado salvaje, de sentirse libre por un rato, de dejar de medir cada gesto y cada palabra. De ser algo que, quién sabe, es lo que genuinamente somos los humanos.

No saber silbar es una de las cosas que me alejan de mis antepasados, que muchos de ellos fueron por cierto pastores en el pueblo. Pero yo subo al pueblo ahora cada vez menos, y con aire despistado. Como no sé hacer absolutamente nada con la tierra, los animales y las manos, para los del pueblo soy un forastero y, ojo, para los de ciudad no termino tampoco de ser uno de ellos. Yo pensaba que al ser padre aprendería de forma automática a hacer todas esas cosas que siempre hizo mi padre, el bricolaje y eso, y que sigue teniendo que hacer porque mi inutilidad no solo no se ha curado sino va en aumento. Ese limbo generacional wannabe urbanita nos define a los parias y desarraigados.

Lo mejor de los veranos era asomarse al balcón de la previa. Acabar el colegio y tirar de cálculo mental: tengo 80 días por delante para no hacer nada, y nada es nada. Lo mejor de los veranos solía ser el mes que pasabas en el pueblo, al que acudía dispuesto a aburrirme todo lo posible. Lo mejor de los veranos era aburrirse y es algo, como el silbido innato, que se está perdiendo. Los chavales de hoy en día no saben aburrirse. Están tan saturados de estímulos, desde que nacen, que no aprecian el valor de la nada. Estos emprendedores prematuros no saben lo que se pierden: mis mejores días siguen siendo los que no tengo que hacer nada, y nada es nada.

Ahora que me hago viejo lo veo mucho más claro. De niño exhibí dos virtudes básicas: saber aburrirme y saber estar en silencio. Sin embargo los padres siempre pelean contra eso. Quieren que seas como los demás [espabila, no seas tímido ni maleducado]. El aburrimiento y el silencio están socialmente castigados. Para salvarme, me enviaron a algún campamento de fútbol y cosas así, de las que ya hablaremos durante este verano, y me empujaron constantemente [la inercia colectiva es esa y no otra] a dejar de escuchar y a alzar la voz en la mesa, a opinar, a contar lo que me había pasado. No eran conscientes en mi familia que estaban construyendo un monstruo, y temo que sea tarde para cambiarlo. Yo era un niño que no hablaba apenas y aprendía porque estaba callado, y ahora soy medio adulto, imbécil, columnista y tertuliano.

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