En el choque y deslizamiento de placas tectónicas está el origen de las cordilleras, de las vistas que nos rodean. Dos formaciones de hormigón, acero y luces explican cuál ha sido el resultado de esa lenta colisión geológica en el fútbol de la ciudad de València. La mole varada de la Avenida de Corts Valencianes constata el rotundo fracaso del valencianismo, la digestión equivocada del gran proyecto del doblete. Delirios de grandeza, luchas salvajes de poder y excesos irresponsables cocinados dentro y fuera de Mestalla. Bombas de efecto retardado larvadas en tiempos de euforia que han acabado por explotar. Todo instrumentalizado con el combustible de las expectativas y de un patrimonio sentimental colectivo tan irresistible, tan cegador, que permitió la entrega del club a Peter Lim sin que la sociedad civil opusiera resistencia. Al contrario, pagamos hasta la alfombra roja para el desfile y no reparamos en pétalos, vítores y hasta en recompensar a algunos de los impulsores con despachos oficiales. El Valencia Club de Fútbol es hoy objeto de mercadeo entre magnates sin que se informe a instituciones, a acreedores o a los aficionados organizados en una resistencia muy viva.

Al otro lado de Primado Reig, el levantinismo contempla feliz la magnitud de la obra, de una década de crecimiento sostenible. Un estadio renovado y moderno, que realza su emotividad en la ausencia de los que sostuvieron la bandera en los tiempos de plomo y que propulsa la nueva implantación sociológica del club. Una piel ya no solo curtida del salitre del relato referencial de El Cabanyal. También se extiende en la coraza periférica de Benimaclet y Torrefiel, entre inmigrantes y estudiantes, como la alternativa outsider de las camisetas en las avenidas del centro con los nombres de Roger y Morales. A las semifinales de Copa no se llegaba con los atajos de Cruyff y Mijatovic, sino en el escaso cartel de tipos forjados en cesiones, lesiones y sentimiento de pertenencia hasta formar la mejor pareja atacante de la historia de la entidad. El resultado es una narración exclusivamente propia, alejada de la fijación muchas veces enfermiza con Mestalla, de la que ha madurado una masa crítica que ambiciona expectativas y que no compra la excusa del cansancio de prórrogas y lesiones para justificar una mala actuación, tres días después, en Anoeta.

La confluencia de la peor resaca con el pico de los mejores años dibuja un derbi más igualado que nunca. Es ingenuo dictaminar si se trata de una excepción histórica o si estamos ante una nueva realidad. Pero es innegable que en el tallo generacional de una década, la incesante lluvia fina de derbis reñidos ha acabado calando en la definición de la rivalidad. Hace justo una década, en este mismo periódico, escribía sobre la visión del derbi desde el bando valencianista. Entendía que en la proyección exterior del partido solo había tomado parte la fértil tradición lletraferida azulgrana. Que si queríamos jugar a ser como Buenos Aires o Roma, el LUD-VCF no podía ser solo el discurso unidireccional imperante en 2011 y que dependería de los levantinistas que evolucionase un desapasionamiento, el nuestro, que no era postureo. Así ha pasado y no hay que esconderse. Solo hay que ver en Twitter el desconcierto de xotos (algunos ilustres) celebrando el gol de Berenguer para asumir que este derbi ya lo tiene todo, hasta jugadores canteranos y nuevos aficionados que solo han conocido un duelo simétrico. El movimiento de placas tectónicas del derbi futuro lo determinará la buena gestión y no la literatura, aunque se venda en forma de viejos versos marineros o con promesas de gloria servidas por sultanes de ultramar. En todo derbi, como en la vida, hay que desconfiar siempre. Del rival, de la historia, de la victoria, de la derrota y hasta de uno mismo. Levante UD y Valencia CF han enseñado que de todo infierno se sale y que de toda gran cima se cae.