En 1990, el comercio global representaba el 32 % del Producto Nacional Bruto (PNB) mundial. En 2012, ha sido el 50,6 %. Esta brutal expansión impulsada por la globalización ha consolidado un mercado único global. En él, el coste que implica la distancia es menos relevante que en cualquier momento del pasado y el control remoto de la producción ha dejado de ser una quimera. Pero todo ello ha ido acompañado de cambios muy profundos en la estructura del comercio internacional que son decisivos para conocer su impacto en cada economía.

Los movimientos transfronterizos de bienes, inversiones, mano de obra, servicios o know-how asociados con las redes internacionales de fragmentación de la producción, lo que se conoce como cadenas de suministros o de valor globales, han transformado el comercio mundial y sus repercusiones tanto sobre el crecimiento como sobre el empleo de los países participantes. A pesar de ello, fuera de los expertos sigue dominando una percepción inexacta de la relevancia del comercio exterior, en especial del impacto positivo del valor bruto de las exportaciones, en ambos campos.

A menudo se sigue suponiendo que una nación vende al exterior bienes y servicios que han sido generados en su totalidad dentro de su economía. Pero de forma creciente el comercio exterior está basado en la actividad de empresas que exportan productos fabricados en mayor o menor medida con elementos —«inputs»— intermedios adquiridos en muchos otros países. Y ello modifica de manera destacada la situación.

Este proceso puede ejemplificarse considerando lo que sucede desde hace muchas más décadas con el mercado interior de las economías. En éste, lo excepcional es la empresa que genera internamente la totalidad de los «inputs» intermedios del producto final. Lo habitual es que las empresas adquieran a otras una parte destacada de ellos para obtener ese bien final.

Algo parecido está sucediendo en la economía mundial sólo que entre países en lugar de empresas domésticas. Las transformaciones en las comunicaciones y el transporte, dentro de un marco mundial de liberalización de los intercambios, ha provocado una revolución económica silenciosa. Su parte más visible es la modificación de la geografía de la actividad económica. La irrupción de China, casi un 20 % de la población mundial y un PNB (en paridad del poder adquisitivo) superior al de EE UU, es sólo un reflejo parcial de la misma. Los países emergentes han aumentado su cuota dentro del comercio internacional en más de un 20 % entre 1990 y 1912, a pesar del aumento espectacular del total.

En gran medida, lo anterior es una consecuencia de la modificación en las formas de producir. Lo que ha sido habitual en los mercados domésticos es hoy una de las características más relevantes del comercio mundial dominado por estas cadenas de suministros. De ahí que instituciones como la Organización Mundial de Comercio insistan en considerar esta época la del «Made in the World» (Fabricado en el mundo) frente al «Made in the USA» —o el «Made in Spain»— del pasado.

Lo que es nuevo es que esta forma fragmentada de producir ha experimentado un aumento explosivo vinculando economías de elevada intensidad tecnológica con aquellas con salarios bajos (además de capital humano y un marco institucional estable favorable a la inversión de capital extranjero).

Muchas grandes empresas de las primeras se han beneficiado al haber podido expandir su producción mediante diversas modalidades de externalización («outsourcing») exterior. Han aprovechado costes inferiores en el segundo grupo de economías manteniendo para sí la mayor parte del valor añadido generado por sus innovaciones y actividad. Paralelamente, las economías con salarios inferiores han visto aumentar de manera muy notable el empleo aun con unos salarios reducidos. Es lo que explica gran parte de la reducción de la pobreza extrema y de la desigualdad en el mundo durante las últimas décadas. La participación en la nueva organización mundial de la producción de las regiones urbanas de China e India, que cuentan con niveles educativos sólo ligeramente inferiores a la media de, por ejemplo, el área euro y una ingente población, ha modificado, para bien, la situación de gran parte de la población del mundo, dado el peso demográfico de ambos países.

Valor añadido o empleo ¿un falso dilema?

Las consecuencias de la generalización de estas cadenas de suministros basadas en una mayor fragmentación internacional de la producción y una interrelación nueva entre países desarrollados y países en vías de desarrollo tienen al menos dos dimensiones diferentes: el valor añadido que aportan las exportaciones para una economía y el empleo que generan. En el primer caso, la nueva realidad obliga a abandonar las cifras de las exportaciones como indicador relevante. Lo importante es cuánto de lo que se exporta es aportado por la economía del país y no por bienes intermedios previamente importados.

Cuanto mayor sea el peso de éstos últimos incorporado en las exportaciones menor será el valor añadido generado por ellas.

En el segundo caso, la atención ha de concentrarse en el impacto sobre el empleo de lo exportado. Y aquí cabe interrogarse sobre si la expansión del valor añadido de las exportaciones va siempre asociada a un mayor aumento de los puestos de trabajo creados o si, por el contrario, empleos y valor añadido pueden evolucionar de forma divergente. Si así fuera, se plantearía un dilema complejo de resolver, al menos a corto plazo, entre los intereses de las empresas vinculadas a la internacionalización, o incluso los objetivos de la política económica a largo plazo, y las políticas públicas de lucha contra el desempleo.

El objetivo de especializarse en actividades que aumenten el valor añadido creado en el país no está en cuestión. Es lo que hace posible compatibilizar expansión económica y salarios elevados. Pero a la vista de lo ocurrido en los centros principales de esta revolución de la externalización y fragmentación productiva internacional no es evidente que creación de empleos y apropiación de valor se estén localizando en las mismas economías.

Estados Unidos y Japón (en algunos estudios también Alemania, como fábrica de Europa), forman el extremo de la cadena en donde se genera y se acumula la parte más destacada del valor añadido (en los dos primeros más que en Alemania, en cualquier caso). Pero sabemos que en las tres economías la creación de empleo está siendo muy modesta y, al menos en Estado Unidos, (también en otros países avanzados) la mayoría de los puestos de trabajo generados no se corresponde con los asociables a elevados salarios, según los parámetros de ese país.

China, México

Por el contrario, en China, México, Polonia o República Checa, que son exponentes del otro extremo de la cadena formado por las economías de salarios bajos, el valor añadido generado por sus exportaciones es modesto al tener un contenido elevado de importaciones. Sin embargo, la creación de puestos de trabajo ha venido aumentando a un ritmo espectacular. Sin duda, el óptimo sería compatibilizar retención de valor añadido y elevada creación de empleo. La duda es si esto, con la estructura de la economía mundial y la política económica actuales, no se asemeja a la cuadratura del círculo.

*Catedrático de Historia e Instituciones Económicas de la Universitat de València.