Mucho camino por recorrer. La heterogénea África no ha podido dejar atrás sus conflictos. En unos contextos donde las desigualdades coloniales todavía persisten, el ascenso de los grupos armados yihadistas está generando nuevos focos de violencia. Las ofensivas militares de los actores occidentales lanzadas en respuesta parecen hoy lejos de ser la solución si no se acompañan de iniciativas que permitan acabar, de verdad, con los problemas de fondo del continente.

Cuando el pasado febrero el presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, apelaba en una nueva cumbre de la Unión Africana (UA) celebrada en Etiopía a la necesidad de actuar con «urgencia para silenciar las armas» en el continente, los ecos de un mensaje no tan lejano volvieron a resonar en Adís Abeba. Ramaphosa, que en ese encuentro tomaba el liderazgo rotatorio de la cada vez más relevante organización regional, evocaba con sus palabras el horizonte que siete años atrás los dirigentes de los países africanos habían señalado para 2020: acabar con los conflictos armados y la violencia en el continente. Sin embargo este planteamiento, fraguado más como un camino por el que transitar que como una realidad que se pudiera realmente alcanzar en este periodo, deja hoy -en palabras del propio presidente de la Comisión de la UA, Moussa Faki Mahamat- un escenario donde las armas «siguen hablando ruidosamente en numerosas regiones del continente».

Porque, pese a que las zonas de África que viven entre las sombras de los continuos ataques son minoría dentro del contexto global del continente, la alta conflictividad de éstas y la cantidad de sucesos que afrontan sí resulta una realidad cuyo impacto ha repuntado en los últimos años. Según muestran las cifras del Proyecto de Datos de Ubicación y Eventos de Conflictos Armados (ACLED por sus siglas en inglés), once de los 54 países que componen el continente acumularon entre el 28 de noviembre de 2019 y la misma fecha de este 2020, el 86,8 % del total de víctimas mortales -equivalentes a 36.946 decesos, una subida de más de 7.500 muertes respecto a solo un año antes- ligadas a la violencia armada y contra civiles. «No podemos generalizar un incremento de la violencia en el continente africano como una única mirada. Cada conflicto, cada situación de crisis sociopolítica tiene sus propias raíces, sus propias causas y dinámicas que hacen que su resolución tenga sus particularidades», asegura sobre esta realidad Josep María Royo, investigador sobre conflictos, paz y seguridad de la Escola de Cultura de Paz de la UAB y miembro del Grupo de Estudios Africanos de la UAM.

Yihadismo, en la mirilla

Pese a ello, muchos de los principales focos de violencia que hoy afronta el continente -circunscritos en gran parte al Sahel o el Cuerno de África- sí afrontan una peculiaridad común bajo cuyo amparo se han recrudecido sus situaciones: la aparición de grupos armados diversos vinculados al yihadismo y el terrorismo, que se han añadido en ocasiones a otros movimientos previos ya presentes en estos territorios. Pese a ello, se debe apreciar que esta problemática, como apuntan los expertos, trasciende los límites de las regiones africanas. «Hay que entender que estos contextos no son exclusivamente o genuinamente africanos, sino que tienen un componente transnacional e internacional importantísimo», remarca en esta línea Óscar Mateos, coordinador del grupo de investigación Globalcodes y profesor de Blanquerna-Universitat Ramón Llull.

En concreto, Mateos apunta al papel que grandes actores como Estados Unidos tienen en la evolución de estos conflictos, llevando a cabo como principal iniciativa ofensivas militares sobre el terreno para combatir el fundamentalismo islámico, las cuales acaban teniendo un impacto directo y la mayoría de veces perjudicial en la tensionada situación. «La estrategia militarizada contribuye a esa espiral de la violencia. La contiene porque entra en disputa con ella, pero no es una estrategia que transforme los problemas de fondo», explica el coordinador de Globalcodes. A ello se suma, según Royo, que los grupos armados encuentren incentivos en el hecho de que los países occidentales lleven a cabo ofensivas militares contra ellos. «Les legitima que los actores extranjeros ataquen porque los vinculan con los males que sufre el propio país», añade.

En este contexto, el círculo vicioso que provocan las continuas agresiones y respuestas entre actores no estatales y fuerzas extranjeras -sin olvidar la participación de tropas gubernamentales- deja un impacto creciente para la población civil, que ve como su economía local colapsa al trastocarse acciones tan básicas como poder adquirir productos en un mercado al que el corte de carreteras le impide recibir los necesarios suministros. Con ello, además, se recrudecen esas realidades que tradicionalmente ha afrontado buena parte del continente, desde la pobreza a la falta de oportunidades, derivadas de aquel pasado colonial que aún provoca que los recursos naturales que salen de estos países no tengan una influencia real en su economía, sino en aquellos estados que un día fueron sus metrópolis.

El silencio total de las armas nunca conquistó África

Un camino alternativo

En este escenario, también ha ido creciendo la influencia de China, un actor que desde prácticamente el inicio del siglo ha sido clave en el desarrollo de los territorios africanos. A cambio de infraestructuras -en muchos casos de bajo coste y que no han repercutido en las economías locales al ser construidas por sus propias compañías-, el gigante asiático ha obtenido importantes beneficios económicos. No obstante, este rol en el continente ha ido virando también en los últimos años hacia la seguridad y la militarización, participando con más efectivos en las misiones de paz de Naciones Unidas o llegando incluso a construir su primera base militar en el Cuerno de África -en concreto en Yibuti- para controlar y proteger sus intereses.

Frente a todas estas realidades, los expertos coinciden en que al final la estrategia militar -que sí resulta necesaria en algunos casos para detener a los grupos armados violentos- no puede ser la única que los actores extranjeros acaben implementando, sino que los focos conflictivos en África -y los problemas de fondo que en estos se retroalimentan- deben ir acompañados de enfoques políticos o socioeconómicos con aún más importancia, bien sea reforzando partidas y proyectos que se destinen a la ayuda alimentaria o la educación; limitando -con una política de sanciones que se cumpla de verdad- elementos clave en el estallido de la violencia como la distribución de armas o creando una industria manufacturera en los países afectados donde los beneficios derivados de sus recursos se queden de verdad en África. «Estos elementos son esenciales para que las poblaciones tengan incentivos, más allá de luchar por unos ideales instrumentalizados vía una religión concreta», insiste el investigador Josep María Royo. Fomentar África, en definitiva, para que África prospere.

Las ‘primaveras africanas’

Sin embargo, esta búsqueda de unas mejores condiciones para el continente no mira solo al exterior. En 2011, mientras el mundo contemplaba como las manifestaciones populares contra el dictador Zine el Abidine Ben Alí en Túnez arrancaban una reacción en cadena que se extendió a buena parte de los gobiernos del Magreb y Arabia, en África también florecían movimientos civiles de protesta, las menos conocidas ‘primaveras africanas’. Ya fuera por los intentos de sus líderes de perpetuarse en el poder, de cambiar constituciones que perjudicaban a la población o simplemente como forma de confrontación a una complicada situación socioeconómica, la presión social comenzó un camino que afectó a Senegal, Sudán o Etiopía y que hoy todavía no se ha detenido pese a la represión estatal que en varios de estos territorios se ha ejercido contra las movilizaciones.

Según indican los datos del Acled, entre noviembre de 2016 y este mes en 2020, las protestas en África -al igual que ha sucedido con los disturbios- han crecido prácticamente año a año, pasando de 3.792 -de las cuales en el África subsahariana se registraban 2.643- a 10.912 -5.252 de ellas en el África negra-. No obstante, esta evolución resulta especialmente significativa si se echa la vista una década atrás, entre noviembre de 2009 y el mismo mes de 2010, cuando en todos estos territorios se registraba una décima parte de las actuales (572). «Venimos de diez años ininterrumpidos de protesta política que son muy importantes para entender el horizonte político y social que vive África», remarca Óscar Mateos, quien también apunta a que el contexto que se vive en este 2020 con la covid-19 va a «agravar las situaciones de conflictividad que ya existían, además de acentuar los tics autoritarios de determinados gobernantes». Porque África, pese a sus avances, todavía tiene mucho camino por recorrer.