Revivo las imágenes que me produjeron tanto terror de pequeño con «El caso Alcàsser» que es el documental del momento, del que todos hablan. Los cinco episodios son un ejercicio de buen periodismo, de obligado visionado para la profesión y para los que aspiran a formar parte de esta en el futuro, una brillante lección de lo que no hay que hacer cuando una tragedia conmociona a la opinión pública.

Precisamente me llama la atención la perspectiva al respecto de quien andaba en pañales cuando se producía la tragedia. Compartía impresiones esta semana con una joven perpleja que acababa de descubrir la sangrienta cobertura del suceso más mediático de nuestra historia. Ella no alcanzaba a comprender cómo se llegaron a cruzar los límites de la ética y la moralidad en aquellos programas de los 90 en Canal Nou, TVE, Antena 3 y Telecinco que rompían audímetros y eran seguidos en masa. Me resulta curiosa la perplejidad de la generación de hoy, la misma que narra sin pudor la vida en directo a golpe de historia en Instagram, viviendo en una sobreexposición continúa en las redes.

«Me quedo loca» me confiesa mi amiga millennial al ver esa cabecera sexista del Mississippi con chicas contoneándose que daban paso al amarillismo más extremo que por entonces consumíamos de forma «natural»; o recordando uno de los momentos más repugnantes de la miniserie documental, aquel que muestra el encuentro de los padres de Miriam después de conocer el hallazgo de los cadáveres. Ella no sabía pronunciar el nombre de Nieves Herrero porque no la llegó a conocerla en su punto álgido de comunicadora popular.

Por entonces la carta de Correos era la única red social, unidireccional y estoy seguro que de haber existido Twitter, después del innecesario espectáculo en el teatro El Musical con un pueblo conmocionado, no hubiese existido un siguiente programa de «De a tú a tú».