Nuestra TVE eliminará en septiembre los anuncios y será, por lo tanto, más aburrida y menos ilusa, pues la publicidad es optimista, invita a vivir, eleva la autoestima y propone la purga de Benito contra cualquier mal. Una sufrida ama de casa observa un lamparón en la camisa de su marido, que es trombón de la banda municipal, y exclama en plan calderoniano: «¡Ay, mísera de mí, ay, infelice!»; pero, aunque no lo espera, aparece Godot, el relamido vendedor de detergente, echa unos polvos en la lavadora (el erotismo vende) y tras el triquitraque del centrifugado... ¡adiós a la mancha!, la mujer es feliz. Los anuncios son antidepresivos y algunos dan sentido a la existencia. El más famoso del último trimestre relata el viaje de un anciano mallorquín de ciento dos años que vuela en avión para conocer a su recién nacida tataranieta Aitana. ¿A quién se le ocurre venir a este mundo en estos tiempos de crisis?, refunfuña una voz despechada, y también calderoniana, pues el delito mayor del hombre es haber nacido... Pero ahí está el centenario Josep Mascaró, que da gracias a la vida, que le ha dado tanto, la dicha y el llanto, aunque le pone un pero: es breve.

Odio las natillas y las merendillas, me enternece el bebé con dodotis y el perrito que te trae una cerveza fría a la butaca, pero por exigencias de la edad me fijo mucho en los anuncios de viejos. Las cajas de ahorros creen que todos los viejos padecen el síndrome de Diógenes, y por eso les ofrecen coleccionar sartenes y cachivaches a cambio de su magra pensión, pero hay anuncios de jubilados marchosos, que montan en bicicleta, se aman sin viagra y lucen rostros auténticos, sin silico­na, labrados por el tiempo, ese escultor, que decía la escritora M. Yourcenar, de moda en los años ochenta, cuando los socialistas leían a diario a Machado, surgían los JASP (jóvenes suficientemente preparados) y Lorenzo Lamas era el rey de las camas. Vengan anuncios: ¡es la crisis! En estos tiempos de depresión necesitamos más que nunca la ilusión publicitaria.

La política es también un relato publicitario, como un anuncio de jabón: informa, seduce (en las dos acepciones del verbo: persuade y engaña) e invita a consumir ilusiones. La estructura del anuncio comercial es: (a) situación penosa; (b) actuación del producto mágico, (c) reparación del mal. En el mensaje político, igual: hay fracaso escolar, se da un ordenador personal al chaval y... ¡adiós a la burricie! España, «camisa blanca de mi esperanza», como cantaba Ana Belén, está hecha unos zorros y necesita un buena colada. Pero ¿quién tiene la mejor fórmu­la, ZP o Rajoy? Ahí está el busilis. ¿Añade el presidente suavizante al lavado, frente a la sosa cáustica del líder de la oposición, que, por cierto, tiene en su partido trapos sucios (y trajes) sin lavar? A mí que me den políticos eufóricos, que me digan a la cara: saldremos de la crisis, porque tú lo vales. Yes, we can. Un político debe ser siempre optimista, así lluevan negras estadísticas o autos judiciales de Garzón. Incluso una ministra de Economía debe sembrar ilusiones, metáforas líricas, como que al viejo olmo capitalista, hendido por el rayo de las hipotecas y en su mitad podrido, algunos brotes nuevos le han salido. Verdes brotes, balbucientes Aitanas, el euribor en mantillas. El optimismo lleva al poder, decía Oscar Wilde, y lo sostiene, digo yo. ¿Se imaginan un apagón publicitario de nuestros gober­nantes y, de remate, un líder de la oposición, raca raca, en plan cenizo, acollonan­do al elector?

A lo que iba. Por cuatro perras más en el recibo de teléfonos tendremos una TVE como la de Sarkozy, adusta y sin anuncios. ¿Y cómo rellenarán los 270 minutos diarios de publicidad, con ruedas de prensa de la ministra Bibiana y documentales sobre el oso pardo? ¿Será la televisión pública para la inmensa minoría? Habrá que acudir a las privadas para ver a la chica Martini, volver a casa por Navidad y enterarse de la compresa que nos recomienda Concha Velasco. Nos volveremos locos con el mando a distancia.