No ceja el goteo continuo de víctimas ocasionadas por episodios extremos de la naturaleza. A veces bajo la forma de verdadero drama que en pocas horas se lleva por delante la vida de más de 700 personas, como ha ocurrido recientemente con las crecidas fluviales y movimientos de tierra en el Estado de Río de Janeiro (Brasil). Analizando los informes sobre este desastre que han ido preparando algunas agencias y organismos internacionales especializados, se encuentran frases demoledoras: «más de 6.000 personas vivían en áreas de riesgo antes de ocurrir esta tragedia». Se ocupan espacios indebidamente; espacios que, por el funcionamiento a veces extremo de la naturaleza, no permiten la implantación de viviendas u otros usos del suelo porque corren el riesgo de que lo allí situado deje de estarlo en pocos minutos. Se crean, en definitiva, «territorios de riesgo», donde viven y desarrollan actividades grupos sociales que a menudo desconocen que están situados en un área peligrosa. Independientemente de que la hipótesis y los modelos de cambio climático terminen por cumplirse en su formulación actual y pueda incrementarse la frecuencia de desarrollo de los episodios atmosféricos violentos, el problema ya lo tenemos aquí. Varios cientos de millones de personas en todo el mundo ocupan territorios de riesgo.

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