Hablé el pasado jueves del rescate expositivo del gran ilustrador Carlos Sáenz de Tejada. Hoy entro en la escena. Nada mejor para comprobar las cualidades de un actor que poder comparar su trabajo en el cine y en el teatro. Es una buena oportunidad ver a Viggo Mortensen en la película Un método peligroso, y verle a él en carne y hueso (muy bien puestos ambos) sobre un escenario madrileño. En el film, su caracterización de Freud (para la que hubo de ganar peso y canas, variar con lentillas el color de sus ojos y someterse a «otra» nariz) es impecable, transmitiendo una convicente imagen del padre del psicoanálisis a lo largo de una trama tensa, con valiosos compañeros de reparto. En las Naves del Español, en el antiguo Matadero de Madrid, Mortensen recupera su excelente físico real y, hablando un correcto castellano/argentino, cumple con brío un papel nada fácil, enfrentado nada menos que a la magnífica Carme Elías, en la tremenda obra de Ariel Dorfman Purgatorio. Viggo Mortensen rubrica su talla de actor en ambas facetas. Y además es muy atractivo.

Atractivos no han faltado en mis jornadas matritenses, aunque de otra índole. La exposición estrella, con las correspondientes colas en el Prado, es «Tesoros del Hermitage», una imponente selección de las obras acumuladas en el museo ruso, algunas de las cuales no es la primera vez que vienen a España. Es curiosa la ausencia de menciones (al menos en mis noticias) respecto a una ocasión anterior, que ofreció en el Palacio de Cristal del Retiro una exposición con el mismo título que la actual. Su contenido era mucho más pequeño, pero en 1981, cuando San Petersburgo todavía se llamaba Leningrado, el intercambio producido con el Museo del Prado supuso una avanzadilla cultural que me extraña que no se haya resaltado esta segunda vez. Admiré entonces, y he vuelto a admirar varios lienzos, ahora unidos a la extensa serie de obras que van desde Caravaggio y Velázquez a Picasso y Kandinsky.

Lástima que las avalanchas que se extasían ante los jarrones de malaquita y las joyas fastuosas del palacio de los zares no hayan apreciado una de las exposiciones más importantes, en el Centro Conde Duque. Allí se exhiben —y ésta sí que es la primera vez que llegan a España— muy significativas obras de Marino Marini, justamente considerado uno de los grandes escultores del siglo XX junto a Henry Moore, Giacometti y Julio González. Para mí, revisar la penetrante plasticidad expresionista de Marini, tanto en sus esculturas como en sus dibujos y pinturas, tras haberle admirado años atrás en Florencia, ha sido un inesperado goce.

Más gente, pero menos que en el Prado, ha visitado en el Museo Thyssen otra exposición, que es también la primera monográfica dedicada a Berthe Morisot, la excelente pintora impresionista que tuvo la suerte de vivir en el París decimonónico, todavía no muy proclive a aceptar las actividades femeninas, siendo admitida y valorada por artistas como Renoir, Degas, Monet y, por supuesto, Manet, con cuyo hermano Eugène estuvo casada. Del segundo plano al que el brillo de esos nombres la ha venido relegando, emerge poderosamente en el bello conjunto de obras, que suponen un encuentro delicioso con la pintora que se muestra a la altura de sus colegas coetáneos, y de la que dijo el escritor y periodista Octave Mirbeau: «Le bastan unas cuantas pinceladas y dos o tres toques de acuarela para emocionarnos.» Si van a Madrid, descubran a Berthe Morisot. Y, naturalmente, no se pierdan la exposición fragmentaria de Yves Saint Laurent, que yo visité completa el año pasado en París. Hablaremos de ella y, sobre todo, de él, uno de los auténticos genios de la alta costura.