La Comunitat Valenciana ha acaparado durante semanas la atención de la prensa española y hasta europea. El juicio contra F. Camps y R. Costa, la estatua de C. Fabra en su desierto aeropuerto y otros fiascos de los últimos gobiernos de la Generalitat la han puesto en un mapa distinto al que nos habían prometido, el de la corrupción. Pero eso no quiere decir que estemos siendo «atacados por los enemigos de siempre», como están tratando de dar a entender aquellos que durante lustros miraron hacia otro lado, cuando no jalearon o incluso desmintieron a los que, como Levante-EMV, denunciábamos todas estas trapacerías. Ni es Cuba la que está siendo sometida a «una campaña de satanización» tras la muerte del disidente Wilman Villar, como asegura nada casualmente otro periódico cómplice, Gramma, órgano de expresión del PCC, ni somos nosotros, los valencianos, los que debemos avergonzarnos de las chanzas que se están haciendo en los cuatro puntos cardinales por las zalamerías de El Bigotes o la escultura dictatorial de Ripollés. O sí por consentirlo, pero eso ya requeriría otro análisis. Los culpables de la quiebra de la Generalitat tienen nombres y apellidos. Y eso lo tiene todo el mundo claro. ¿A qué viene, pues, este intento de confundir la parte con el todo? Y si no se trata de «ocultar ni los problemas ni las equivocaciones», como han llegado a aseverar al tiempo que tendían esta cortina de humo, ¿por qué nos meten a todos, ellos y nadie más, en el mismo saco? Malos sólo hay unos.