Hay días en los que el cielo es más trasparente y azul que de corriente y en los que las únicas nubes visibles son las estelas que dejan los aviones a reacción. Las estelas son nubes artificiales que se forman generalmente a grandes alturas—por encima de los 8 kilómetros— y gracias a las temperaturas muy bajas de hasta -40 grados. Los gases del reactor, cálidos y húmedos, contienen también partículas minúsculas de carbón a cuyo alrededor se forman pequeños núcleos de hielo que contribuyen a formar la nube alargada que vemos desde tierra.

En algunas zonas de España, próximas a los grandes pasillos aéreos, las estelas son tan abundantes que parecen anticipar colosales impactos entre los aviones. Es solo un efecto óptico que nos recuerda algo mucho más real: el inmenso volumen del tráfico aéreo que permanentemente sobrevuela sobre nuestras cabezas. Se ha calculado que la media de aviones que hay volando en cada instante del día supera los 12.600 y aunque lo parezca, sus estelas no son inocuas. Existen estudios científicos que atribuyen a estas nubes la facultad de interferir en el clima, aumentando las temperaturas medias en los lugares donde se forman muchas estelas. Por otra parte, estimaciones conservadoras del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) indican que los vuelos internacionales representan el 3,5 por ciento de las emisiones mundiales de gases invernadero, principalmente dióxido de carbono y metano, responsables del calentamiento de la atmósfera y de las modificaciones que está sufriendo el clima. Tras un largo y polémico proceso, Europa aplica desde el pasado 1 de enero una tasa por tonelada de CO2 emitida por los aviones que despegan o aterrizan en el continente. Las compañías aéreas, Estados Unidos y China, entre otros, rechazan este gravamen unilateral.

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