Ahora ya sabemos algo. Rajoy no quiere un tripartito constitucionalista. Quiere mandar él. Todo su discurso consistió en llamar a la responsabilidad de la gran coalición. Ahora tiene que tragarse dos tazas de su jarabe. Si el propio Vidal Quadras, que representa uno de los líderes más a la derecha del país, dice que el acuerdo suscrito por C´s y PSOE es perfectamente asumible por el PP, entonces el rechazo de Rajoy no procede del sentido de la responsabilidad. La cantinela de la lista más votada no se mantiene. El pacto suscrito con cierta solemnidad impostada por Rivera y Sánchez tiene más votos y diputados que Mariano Rajoy. Así que respecto de ese pacto, el PP no es la lista más votada. Si él demandaba que el PSOE se abstuviera por esa causa, ahora por la misma debería hacerlo él. La razón para su negativa es otra. Ni siquiera el orgullo herido. El PP no resiste pasar a la oposición sin entrar en una grave crisis de refundación sin Rajoy al frente. Cuando ese juego apunte, veremos maravillas. Por ejemplo, que C´s se configure como el defensor aguerrido de la agenda liberal, que dejará al PP como defensor del viejo paternalismo neofranquista, siempre dispuesto a cobrarse el quíntuplo de lo que distribuye entre una sociedad empobrecida y atrasada.

Pero mientras esto suceda, que sucederá, resulta claro que las responsabilidades políticas del PP en la corrupción sistémica española son de tal índole, que por ahora deslegitiman cualquier relación política constructiva con él. El PP ha hecho trampas desde décadas, y el sistema democrático español no puede aceptarlo como interlocutor. En cierto modo, C´s le está haciendo un favor al PP y está llenando el vacío que produce su falta de interlocución. Está definiendo lo aceptable para el PP, algo que resultaría completamente ilegítimo si viniera del propio presidente en funciones. En suma, está logrando un tripartito, pero con la inevitable consecuencia de que no esté presidido por el PP. Hay algo de necesidad en todo esto. Y el síntoma es que el PP, durante dos meses, no ha hecho ni un solo movimiento. En realidad, sólo ha confesado que está inhabilitado para hacer política. Ahora vive el dilema de que lo que él deseaba hacer, lo ha hecho Rivera, con el coste inevitable de la presidencia.

Y es que no debemos engañarnos. Lo único que hace inviable la gran coalición es sencillamente la indignidad política en la que la cúpula del PP ha llevado a su partido. Si en estos momentos en Génova reinara la transparencia y la normalidad democrática, la gran coalición estaría ya firmada. La lección que extraigo de ello es que no hay obstáculos programáticos ni ideológicos para ese gran pacto. Solo hay obstáculos políticos. Esto es así porque ni el PP ni el PSOE son ya partidos de ideologías. Son partidos de poder y no pueden prescindir de él. La señal más nítida de esta afirmación nos la ofrece la pregunta del referéndum de Sánchez. Su ambigüedad puede ser leída en sentido positivo. En realidad viene a preguntar si la militancia apoyará cualquier acuerdo que lo lleve al poder. Por eso no tiene que identificar con quién se firme el pacto. Eso es secundario.

Personalmente, me producen cierta sensación confusa las manifestaciones de Pérez Tapia acerca de que la pregunta de ese referéndum es un insulto a la inteligencia. Es el sumo de la coherencia de lo que es su partido. Pero no veo sino ingenuo candor en aquellos que basan en esas declaraciones su expectativa de que el PSOE tenga todavía militantes y votantes de izquierda que se dirigirán a otras opciones políticas. Que quien exprese sus reservas a la dirección del PSOE sea un magnífico profesor de filosofía bien asentado en la vida académica, es la mejor señal de que no las compartirán la mayoría de los militantes de base. El PSOE lleva décadas de ser un mero partido de poder y la pregunta del referéndum es más bien una confesión de eso mismo. Lo que se nos ofrece como pacto para toda una generación futura es exclusivamente el denominador común suficiente para conquistar el poder, y mientras exista una probabilidad mínima de hacerlo nadie se moverá en el PSOE. Y mínima es, porque será difícil que se cumplan todas las condiciones: escalada de investigaciones sobre Rita Barberá, intensificación de la presión sobre Rajoy, cambio de candidato en las nuevas elecciones, caída electoral del PP, subida de Rivera, y mantenimiento del PSOE. Con lo difícil que resulta que se cumpla todo esto, nadie se moverá de verdad en el PSOE mientras se mantenga una mínima probabilidad de que ocurra.

Mientras tanto, es evidente que el contenido de ese pacto no responde a las necesidades y anhelos de la ciudadanía más consciente. El pacto solo sirve para conocer hasta dónde está dispuesta a llegar la derecha de este país en una situación de reforma, para cuando el PP forjado en la época de Aznar alcance sus estertores. Es un paso, desde luego. Ya está puesto blanco sobre negro lo aceptable. Y no es mucho. Es ambiguo en su potencialidad derogatoria de la ley mordaza, la Lomce, y de la reforma laboral; es tímido en su voluntad regeneradora de servicios públicos en sanidad y educación, y se inhibe en aspectos centrales, como la reforma de la ley electoral; no independiza realmente el poder judicial, ni propone una ley de partidos, ni mejora el reglamento del Congreso; no promete una ley de transparencia de las administraciones y, en fin, no aborda ni siquiera las medidas de calidad democrática del sistema político. Por supuesto que no incluye medidas reales para cambiar el sistema productivo ni la descentralización económica. Pero lo que denuncia los límites reales del pacto es que, en su contenido, haya recibido más críticas del PSOE que del PP, lo que muestra a las claras que el botín de las diputaciones no puede ser abandonado por un partido de poder. Como bien sabemos, las diputaciones gastan más en su propia estructura que en los servicios que prestan. Son instituciones obsoletas e insostenibles. Pero mantienen cuadros y clientelas.

La pregunta no es si Podemos ha hecho lo suficiente para que este pacto no sea todo lo que la ciudadanía se lleve a la boca, después de lo que hemos visto. La pregunta es si esta segunda fase de la partida la jugará un Podemos con más experiencia. La derecha de este país ha dejado claro hasta dónde puede llegar gobernando con el PSOE. Quizá Podemos debería dejar claro hasta dónde podría llegar en coalición con los socialistas. Nadie puede evitar que el PSOE marque el centro del sistema político español. Pero ya nadie puede discutir a Podemos ser la única izquierda operativa. Sin embargo, no gobernará solo en el medio plazo. Ahora todo depende de que haga una oferta seria de un programa de gobierno de coalición que tenga tres virtualidades: ante todo, dejar claro su perfil real para las próximas elecciones, convencer a la ciudadanía progresista de que tiene un proyecto de coalición realmente viable y, tercera, estar preparado para, si lo logra, comprobar que será la señal para que toda la presión caiga sobre la dimisión de Rajoy. Desde luego, es un riesgo, pero al menos el país conocerá dos planes reales de reforma para el futuro, dos opciones y dos alternativas. Una, de una derecha ciertamente más civilizada, y otra, de una izquierda responsable, viable y fiable.