Te sientes vivo en una casa, una ciudad o cualquier otro espacio colectivo y sabes que aquello ha de ser gestionado por alguien y que acaso tengas la posibilidad de decidir quién. Ponte al tanto, pero para tus adentros. Porque hay quienes atribuyen talento a la soberbia, y no le niego a la soberbia su condición de instrumento valioso para la ambición, pero la soberbia conduce también a la ridiculez y el desprestigio. Y aunque no estoy seguro del prestigio que entre nosotros alcance el atrevimiento del que pretenda engañarnos con sus argucias sí tengo comprobado que el que miente puede ser generosamente aplaudido en esta sociedad y en otras. Y también el que roba o apoya y protege a los ladrones. Tal vez se deba a que la verdad como la decencia, lejos de ser una garantía para muchos es un estorbo y para algunos crédulos no es pecado. Y quizá una cosa y la otra no sea lo que necesite una empresa, fuera la que fuere, para ser razonablemente gestionada. Aunque posiblemente la razón sea ya una antigualla y el ejercicio de la trampa un valor rentable para quien se postule a gestionarla.

Así, pues, la haraganería, la pasividad puede ser a veces todo un observatorio. Y un observatorio desde el cual cualquier ilustre haragán construya pasivamente una estrategia, no para salir de su sosiego sino para hacer de su placentero trono un altar propio. El silencio que propicia su reposo podría dar lugar a una propuesta de trabajo que te tenga en cuenta a ti o a los otros, pero eso dependería de la voluntad del haragán para servirte. No es de extrañar, pues, que si eres accionista de una empresa y se requiere tu opinión o tu apoyo para constituir su consejo de administración, lejos de requerir méritos o someter a exámen a sus posibles miembros, te entregues a observar sus valores de estratega. El estratega es en apariencia un ser calmado, depositario de secretos. Y cuando vas a elegirlo y miras al responsable que decidas con tu limpia voluntad ves a un haragán, a un ser pasivo de cuya indolencia no has de fiarte. Pero la indolencia no es siempre una forma de renuncia, de modo que el haragán, tan pasivo, es posible que geste más de una ambición secreta, que encarne sobre todo la ambición. Y no sólo para bien propio sino para el supremo bien de la amistad, a la que lejos de tener por un regalo emotivo de los dioses para hacernos buenos, es con frecuencia una exigente de favores.

Lo malo es que el haragán, que da placeres y prebendas a sus amigos, no emplea su quietud en una reflexión inteligente, ya que no emotiva, sino en la ambición de ponerse en pie con astucia y requerir que se le adore. La adoración puede implicar una ofrenda y eso es lo que requiere el haragán no sólo de sus devotos sino de aquellos que rechazan la intención de adorarle. Pero quizá no se entera: sus devotos le engañan. La devoción es una de las formas de la trampa. Y de quien se endiosa con soberbia se diría que la divinidad a la que se entrega está dotada de talento, pero el dios cómico se instala en su pretenciosa ridiculez para requerir que los demás le construyan la peana. El dios cómico propicia la risa lo mismo que el llanto; unos se benefician de una cosa y de otra otros. Pero el dios cómico es además cínico y cree que el cinismo es un atributo inteligente de su propia maldad. Todas estas figuraciones quedarían en la sombra si quienes padecen los efectos de personajes de esta y otra catadura no vivieran en una sociedad cuya verdadera vida se da en las pantallas de televisión o se le cuenta en ellas de un modo bien repetitivo. Claro que de no darse estos procedimientos seguramente viviríamos en otra sociedad bien distinta. La televisión, que posee entre otros dones sus archivos de imágenes, consigue a veces recordarnos cómo el que se confiesa virtuoso apoyó antes públicamente a delincuentes, incluso a delincuentes estrambóticos, como auténticos santos a los que profesaba devoción. Pero no parece ser la memoria lo que más se ejercite ni que el recuerdo sea un peligro cierto para el haragán. Y mucho menos que las pantallas tengan especial interés por las fotos viejas sin advertir que nada somos si nada fuimos. Claro que si el pasado tuvo sus fotos, y como protagonistas a más de un haragán, el presente tiene también las suyas, y más en el tiempo de la foto fácil. Fotos a veces muy movidas, a pesar de las nuevas calidades de las cámaras, donde los nerviosos activistas pasan de pronto al dormidero, donde los creadores de un supuesto nuevo pensamiento recuperan del baúl de los recuerdos a viejos predicadores trasnochado, donde algunos razonables predicadores del pasado empiezan a leer su biblia de otra manera interesada, o han dejado de leerla, y dónde el dije Diego pasa con mucha facilidad a ser un donde digo nada.

Pero en este viaje a ninguna parte no es que aconseje a nadie embargarse en el sueño por más que le disguste su realidad. El sueño es con frecuencia disparatado, aunque a veces ofrezca versiones más exactas de nuestras propias vidas. Y acaso ilusiones que pueden alimentarlas. Pero lo peor del sueño son las pesadillas. Y lo peor de las pesadillas es que pueden ofrecer a veces versiones exactas de lo que, para bien y para mal, sucede dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Nada tiene que ver con eso que soñara yo anoche que era Navidad y acudiera a mi colegio electoral a depositar mi voto. Allí sólo había una mesa vacía y Papá Noel detrás. Le pregunté dónde estaba la urna y me dijo que eso se lo preguntara al Niño Jesús. Fui a una iglesia vecina, se lo pregunté al Niño y se me echó a llorar. Fue san José el que respondió por él que las urnas habían huído a Egipto por sugerencia del Banco Mundial.

No estoy de acuerdo con que los sueños sean sólo sueños; algunas veces tenemos la impresión de que somos los responsables de nuestros sueños y otras creemos que estamos dominados por ellos. Ya me gustaría a mí ser un buen administrador de mis sueños. Entre otras cosas por la posibilidad de evasión de la realidad cotidiana que el sueño pudiera proporcionarme. Pero en todo caso, de lo que se me ocurra soñar no daré cuenta; estamos sobrados de acertijos y desbarajustes. Lo que veo y oigo más que responder a mi realidad la perturba. No me siento, pues, dueño de mi realidad, entre otras cosas porque nuestra realidad es una realidad compartida, pero a veces tengo la impresión de que aquello que compartes te lo manipulan o te lo roban. Sucede, por supuesto, en el ámbito de las ideas y de las emociones, pero ocurre igualmente con los bienes materiales o con tus propios derechos. Y no hay manera de escapar de esos espacios donde descubres el engaño o eres víctima de la inoperancia y de la bulla. No quisiera contribuir a ella. Y más que nada por cansancio. Los haraganes somos así. Y más viendo venir la Navidad.