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Controversias en Dylan

Qué pronto se nos olvidan los análisis complejos y nos damos a la alegría de los días, al frenesí mediático y a su runrún de chismes y pasiones. Lo mejor del último Nobel de Literatura a Bob Dylan es la cantidad de escritos, opiniones y chafardeos que se han publicado en los últimos días. Gracias a ello muchos tertulianos y columnistas se han descarado. Otros, los mitómanos del músico, hemos conocido datos relevantes de uno de los tipos más opacos del star system occidental. A Dylan, camino de los 80, le deben importar una higa las discusiones sobre la naturaleza de su obra, «esa nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción» según el epígrafe justificativo del premio redactado por la Academia sueca. Recordemos que excusó su asistencia en 2007 cuando le dieron el premio Príncipe de Asturias. Por una vez, nos adelantamos culturalmente.

En la formidable película documental sobre su vida, No Direction Home, filmada por Martin Scorsese, el realizador italoamericano construye un gigantesco puzle de casi tres horas y media de metraje, sin narrador en off, para conseguir responder a la gran pregunta que ha perseguido media vida a Dylan: ¿por qué decidió presentarse con una guitarra eléctrica en el festival folk de Newport en el verano de 1965 y echarse encima a toda la izquierda exquisita norteamericana? Un lustro después lo haría también Tom Wolfe.

En pleno subidón contestatario al régimen interno de EE UU, apenas dos años antes del incidente de Newport, Dylan había fascinado a los intelectuales del Greenwich Village neoyorquino, seducido amatoriamente a la reina de la canción protesta, Joan Baez, y cantado en directo su himno Blowin´ in the Wind ante miles de personas en la Marcha sobre Washington desde el mismo púlpito en el que Martin Luther King había exclamado «I have a dream€».

Y, de repente, contrata a un grupo de músicos desconocidos „Al Kooper al teclado, futura estrella del pop glam„ para presentarse atizando watios ante el auditorio más ortodoxo de la progresía política de su país€ Un, dos, tres€ con el paso armónico cambiado€ y empiezan con Like a Rolling Stone, la canción que más nominaciones al número uno de todos los tiempos rockeros ha conseguido de cuantas clasificaciones top se han procurado revistas, radios y crítica acreditada en general. A Pete Seeger, veintidós años mayor, le dio un ataque de histeria, y mientras el público pitaba al joven trovador desmelenado, el mandarín de los folksingers subió a la trasera del escenario para desenchufar los amplificadores. Seeger no ha vivido para ver coronado a Dylan en Estocolmo.

No Direction Home planea sobre la controversia eléctrica de Newport „«quizás tenía razón», confiesa Baez„ pero cuando la cámara interpela al propio Dylan, éste se muestra tan lacónico como en todas sus comparecencias públicas. No sabe qué decir o no quiere. «Sólo soy un creador de música», explica sin más retórica. Dylan parece huir de la polémica desde aquel encontronazo del festival folk. No hay biografías autorizadas, largas entrevistas, confesiones íntimas, ni de él ni de sus allegados. Su vida y su obra se recomponen diariamente por fragmentos sueltos. Incluso algunos de sus matrimonios e hijos han permanecido muchos años en secreto. He ahí el gran acierto de Scorsese en su biopic.

Ahora, la concesión del Nobel ha desatado de nuevo los nervios de numerosos puristas. Otra vez el fantasma de la ortodoxia. Darle el mayor premio literario a un músico es poco menos que premiar la decadencia de la lectura en favor de formas más sencillas de asimilación cultural como la música o el cine€ Eso dicen. O que la Academia ha abierto una caja de Pandora por la que se colará buena parte de la cultura más popular e intrascendente€ Después de Robert Zimmerman vendrá Leonard Cohen, y luego Mike Jagger y sus diabólicas majestades€ El Nobel hecho un coladero, confundido con los Grammy€

No lo sabemos, no somos augures. Pero no ha solido ser ése el quehacer tradicional de los académicos suecos, muy dados a premiar lo políticamente correcto y comprometido con causas comúnmente aceptadas en cada época. Ezra Pound o Jorge Luis Borges se quedaron sin galardón por sus afinidades políticas no aceptables. El Nobel de Literatura no suele premiar al mejor ni al más popular o reconocido. Entre col y col subrayan a un gran escritor, pero en general buscan ir contentando a todos un poco: un año a Europa, otro a América, sin olvidarse de Asia y, de vez en cuando, alguna literatura minoritaria o periférica. Abundan los novelistas, pero nunca se dejan atrás a los poetas y, en menor medida, a los autores teatrales; ensayistas o filósofos, los justos (Bergson y Sartre en plena efervescencia existencialista, y se acabó)€ o a Winston Churchill por sus memorias y por su «brillante oratoria». Hasta los años sesenta cada lustro, más o menos, se sacaban un sueco o un escandinavo de la chistera€ así que la lista de perfectos desconocidos es abundante: Eucken, von Heyse, von Heidenstam, Pontoppidan, Spitteler, Sillanpää€ incluyendo a nuestro Echegaray.

No conozco a nadie que haya leído jamás a Echegaray, tampoco a muchos que se hayan atrevido con La malquerida, de Jacinto Benavente, y desconozco por qué razones tiene dedicada el dramaturgo madrileño ese pedazo de avenida en Valencia. En cambio, un servidor y buena parte de mis amigos hemos crecido con los discos de Bob Dylan, y muchos hemos tratado de aprender inglés motivados por entender sus canciones, pero el universo de Dylan está trazado con demasiados fragmentos, silencios, evocaciones personales, caos psicodélico y hasta notas surrealistas. Poco se sabe de sus fuentes literarias pues se duda incluso hasta de su afinidad lectora con el poeta galés Dylan Thomas.

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