Quién no incluye en su programa social, político o de vida un apartado en el que hablar de fijación de CO2, recarga de acuíferos, conservación de la biodiversidad y/o calidad paisajística? Si excluímos a Donald Trump, todos, ¿verdad? Existe un amplio consenso social en la necesidad de un medio rural vivo que mantenga los ecosistemas agroforestales, para que éstos proporcionen unos servicios ambientales de los que toda la población se beneficie. La pregunta es: ¿cómo conseguirlo para que no se quede sólo en retórica sin contenido?

Por una parte, necesitamos un medio rural vivo que base su actividad en la gestión agroforestal sostenible del territorio, con población dinámica y emprendedora, y que genere puestos de trabajo dentro de la nueva bioeconomía. Por otro lado, se necesita de apoyo inicial público debido al déficit de infraestructuras y servicios propios de las zonas de interior.

Existen varias formas de apoyo, siendo la fundamental la Política Agraria Común (PAC). El Tratado de Maastrich, firmado el 7 de febrero de 1992, estableció como uno de los principios sobre los que se sustenta la Unión Europea, el principio de subsidiariedad, aquel que, en su definición más amplia, dispone que un asunto debe ser resuelto por la autoridad (normativa, política o económica) más próxima al objeto del problema.

Las políticas ambientales no deberían estar, por tanto, ajenas a ese principio, conocido también como enfoque bottom-up (abajo-arriba), que intenta dar protagonismo a los habitantes del medio rural para que resuelvan su problemática con la asignación de los correspondientes medios técnicos y presupuestarios. De igual forma y, gracias a los estudios que la FAO realiza, podemos observar que hay una tendencia global mundial a la devolución del protagonismo de la gestión del territorio a sus habitantes.

¿Cómo se ha interpretado todo eso en España, en general, y en la Comunitat Valenciana, en particular? La respuesta es que se ha hecho completamente lo contrario. La subsidiariedad, piedra angular del Tratado de la Unión Europea, aquí se ha traducido por subsidio. Intervencionismo desde la distancia, nulo contacto con las diferentes realidades, ridícula inversión y creencia en que el medio rural es incapaz de gestionarse, nos han llevado a una inflación legislativa conservacionista, al abandono de la gestión, el desencanto de la población? traducido todo ello en envejecimiento, despoblamiento y masculinización de esas zonas. Y lo que es peor, grandes incendios forestales.

La población de zonas de interior no quiere más legislación (equivocadamente llamada conservacionista), ni raquíticos e insuficientes subsidios, decididos por poderes alejados de su realidad territorial que sólo hacen que prolongar la agonía final. Esa población, de la que habla también el Tratado de la Unión Europea confiriéndole competencias y recursos, quiere que se le reconozca como proveedor de bienes y servicios ambientales a toda la sociedad, aumentando su calidad de vida, y que, por tanto, sea compensada por ello.

Es momento ya de articular cadenas de ciclo corto para nuestros productos forestales (madera, astilla, resina, corcho, miel, ganadería extensiva... etcétera) y no se debe demorar, bajo excusas presupuestarias, la implantación de un mecanismo de compensación para estos servicios ambientales, basados en un reconocimiento de la subsidiariedad de los territorios de interior y la contribución de éstos a una mayor calidad de vida de todos, a través de la necesaria mitigación del cambio climático y la transición a una economía baja en carbono. El reto es interesante y merece la pena el esfuerzo. Sin duda, con décadas de retraso, la palabra la tiene el municipalismo en el debate entre subsidios y subsidiariedad.